viernes, 26 de febrero de 2016

La violencia textual y el trauma post-histórico en Diamela Eltit




Diamela Eltit, Fuerzas especiales; Periférica, Cáceres, 2015.






Leamos el fragmento final de la contracubierta de Fuerzas especiales, de Diamela Eltit: “Pero a pesar de que los desheredados de la tierra siempre lo serán, [las hermanas] tratan también de sobrevivir dignamente (y de un modo muchas veces emocionante) en medio de un mundo con armas cada vez más sofisticadas, con nuevas formas de matar. Conviven entre sí, se superponen a su destino, nunca son indiferentes. Es más, según avanza la novela, e inteligencia y la lucidez de la protagonista nos hacen albergar alguna esperanza”. Y ahora, leamos a Eagleton en su último libro, Esperanza sin optimismo: “Incluso en nuestros desencantados días, los autores de los textos de contracubierta de los libros con frecuencia intentan discernir atisbos de esperanza en las ficciones más sombrías, probablemente porque se supone que un pesimismo excesivo es demasiado desmoralizador”[1]. Esta tensión entre optimismo y desesperanza es quizá la mejor forma de adentrarnos en la última novela de Eltit, y no sé si exagerar y decir en toda su narrativa.

La novela está presidida por esa tensión, en efecto. El conjunto de bloques donde vive la protagonista anónima con su familia anónima -una constante en la narrativa de Eltit este uso de personajes anónimos, funcionales, privados hasta del nombre propio-, está rodeado de varias unidades de tiras (agentes al servicio del Estado) y pacos (policías), que los vigilan, monitorizan y puntualmente castigan y detienen. La vida se reduce, espacialmente, a esos bloques de los que nunca han salido: “La guatona Pepa está decaída, al igual que todo el bloque. Reconozco en ella la misma estela de desesperanza que advierto cuando subo las escaleras y escucho los gritos o los llantos o me envuelve un silencio sospechoso, un silencio curioso que dirige mis pasos hacia el cuarto piso, mientras la guatona se queda en el tercero, su piso, en el mismo bloque que ha enmarcado toda nuestra vida” (p. 38). La situación de partida es mala y conforme avanza la historia sólo hace que empeorar, lo que lleva a alguno de los personajes a la desesperanza: “Cuando el Omar va a mi bloque reconozco en su mirada la desolación. Un vacío que le clausura cualquier forma de optimismo” (p. 62), pero esa casi rendición no llega nunca a dominar a la narradora. Incluso en la parte final, cuando el antiguo cerco se convierte en asedio, se cortan las comunicaciones y el sitio se hace casi militar, la protagonista no se rinde en ningún momento: “(…) yo me esfuerzo por mantenerme cordial o entusiasta” (p. 98); llegando incluso a su punto álgido al final de la novela: “Pero entiendo con un optimismo demente que tenemos otra oportunidad” (p. 170). Luego intentaremos crear un horizonte de sentido a esta irredenta esperanza de la narradora.



La violencia

La violencia impregna todos los estratos de la novela, se extiende a todos los espacios y tiempos. La familia protagonista, así como todo el barrio, sufren el acoso de la violencia institucional o estatal, pero también reproducen a escala barrial (“como un decorado fónico que se suma a las peleas, los gritos, la música y los golpes que contienen los bloques”, p. 122) o a pequeña escala familiar las mismas tensiones, controles y violencia sostenida: “Pude presagiar los gritos, los insultos, los golpes y el desconsuelo de mi papá ante su caja de vino vacía, las explicaciones de mi madre y los balbuceos confusos de mi hermana. Había diez mil pistolas Asg Combat Master Airsoft 6 mm. (…) Subí velozmente las escaleras. Entré con toda mi violencia y me sumé” (p. 58). No sólo entre los miembros de la familia; la violencia física y verbal, también se administra por uno mismo hacia su cuerpo, como hace la hermana golpeándose la cabeza contra la pared en la página 31: “con la frente rota por los golpes mientras que mi madre las emprendía en contra de este pleno ayudara por la sangre que estaba allí para humedecer y reafirmar el rígido peinado”. El cuerpo se rebela y se habla incluso de “violencia muscular” (p. 141) por el desorden nervioso facial surgido tras la desaparición del padre. También la narradora incorpora la violencia gratuitamente a su tiempo libre: “Pago la media hora estipulada y un fragmento de desajuste me impide separarme de la última imagen de mi hermana mientras muevo el cursor para abrir uno de los sitios más conflictivos que visito. Las imágenes son tremendas, increíbles” (p. 37), lo que nos deja estupefactos porque para que la chica viese imágenes conflictivas e increíbles bastaría con que mirarse a través de la ventana. O incluso sería suficiente dirigir la mirada hacia abajo, para comprobar cómo los hombres del cíber donde se prostituye entran en su propio cuerpo: “dejo que me metan el lulo o los dedos adentro, hasta donde puedan” (p. 12). La violencia comienza en el Estado chileno, llega hasta el barrio, entra en las casas, entra en su cuerpo y entra en sus ojos. No hay resquicio libre. La única diferencia es que la violencia que contempla en el ordenador es pacífica y tranquilizadora porque no es directa, porque no sucede en la realidad próxima, sino en forma de imaginario: “Yo venero la neutralidad de mi computadora que me protege hasta de los crujidos de mí misma: el cursor, el levísimo sonido del disco duro, la pantalla es completamente indescriptible y su borde, un poco maltratado, no me desanima porque su prestigio salta a borbotones en medio de una luz titilante” (p. 14).

Pero no es ése el único imaginario presente, desde luego. La otra violencia, la de la dictadura de Pinochet, está bien presente en la novela. Aunque la obra no está localizada en un lugar concreto -sabemos que es Chile por los localismos del lenguaje- ni en una época, la represión policial, la alusión a los “tiras” (colaboradores con el Estado represor), y las menciones a los desaparecidos por las fuerzas del orden (p. 140) nos colocan inmediatamente mediados los años 70 del siglo pasado, y en los sucesos de los meses y años posteriores a la toma del Palacio de la Moneda.

Además, y desde una perspectiva de género, tenemos que pensar en la aludida violencia de la prostitución forzada para mantener a una familia disfuncional donde los progenitores han abdicado de sus responsabilidades de cuidado. Y en esa sustitución de los padres, sobre todo del padre, se abre una cuestión esencial de la narrativa de Eltit, que ya viera en su momento Julio Ortega para Lumpérica, la primera novela de la autora:

¿Cómo, en efecto, reemplazar al padre, cuya autoridad sostiene el reino simbólico con la palabra del yo y de la ley? Porque, justamente, el riesgo está en que la mujer suele confirmar el poder represivo masculino en los mismos gestos con que los confronta. (Dicho de otro modo, no se trata de reemplazar a Pedro Páramo con la Mamá Grande, sino de subvertir el poder que los iguala). Reemplazar el patriarcado con el matriarcado sólo confirma las jerarquías. Se trata, por lo tanto, de poner en crisis el sistema mismo de la representación, la lógica que divide y define lo masculino y lo femenino como destino biológico, roles sociales, economías discursivas, fábulas de la identidad y verificaciones del poder.[2]

Y el mismo Ortega describe más adelante algunos elementos de la novela que podrían extrapolarse, mutatis mutandi, a Fuerzas especiales:

La sección "Estacas en las esquinas, alambradas" es de una sola página (69) pero no en vano está señalizada: plantea el conflicto entre las fuerzas policiales de ocupación de la sociedad civil y las fuerzas marginales, cuya estrategia es el control de su espacio (los eriales); espacio sin salida, enclaustrado, pero donde se reafirma la objetividad (enunciación, notación, testimonio) de un nuevo discurso sobre la gesta popular. La secuencia siguiente, "El cerco, el delirio, el cerco", replantea el origen de esta nueva épica en la interacción de la hija y la madre (Ibíd.)

“El cerco, el delirio, el cerco”, podría ser un título alternativo para Fuerzas especiales, amén de una exacta descripción de su trama. Además, podríamos poner esta dimensión de la novela en relación con el trabajo que la propia Eltit desarrolló en “Zona de dolor, su performance en un burdel en la calle Maipú, filmada por Lotty Rosenfeld (…) en Zona de dolor, Eltit protagoniza una performance en la cual lee, con brazos cicatrizados, un capítulo de su libro Lumpérica en un burdel en la calle Maipú, y termina por limpiar la acera en frente del burdel mientras que se proyecta una imagen de su cara contra la pared”[3]; para Wittern, tanto esta performance como la novela de Eltit Padre mío, “al introducir la literatura dentro de zonas olvidadas o ‘invisibles’ por y para la elite cultural de la ciudad, (…) expanden el concepto del “anillo letrado” que Rama nos había señalado” (op. cit., p. 10). En efecto, la visibilización del conflicto de las zonas olvidadas de la geografía urbana, de las banlieu donde se refugian quienes sólo tienen cosas que perder y nada que ganar, es un elemento presente en Fuerzas especiales y en alguna otra novela actual (Los amigos soviéticos de Juan Terranova, Mujeres que dicen adiós con la mano, de Diego Doncel, Los hemisferios de Mario Cuenca, etc.), debido a la importancia social creciente que tienen estas zonas periurbanas, siempre relacionadas con la violencia, la droga o las semillas del terrorismo.



La violencia textual

Los comentarios de los especialistas que trabajan en las redes aluden a los peligros de la repetición y a la estela de la frustración que provoca. Eso nos salva, dice el Omar.
Eltit, Fuerzas especiales (p. 79)

El problema con que se encuentra Eltit a la hora de definir estilísticamente la novela, problema que nos acucia a muchos narradores preocupados por el “decoro poético” a la hora de dar voz a personajes, es cómo dar estilo narrativo a una voz en primera persona de alguien que presumiblemente tiene un nivel cultural bajo y un discurso pobre. El hábil procedimiento que utiliza la autora chilena es utilizar frases secas y cortantes, que reproducen la “economía de guerra” en la que vive la protagonista mediante la economía del discurso, y utilizar el que es, junto a la aliteración, el único tropo o figura retórica que puede estar presente en un discurso de estas características: la repetición, en especial bajo la forma de anáfora. Los personajes tartamudean en sus discursos, seguramente porque tienen una y otra vez los mismos pensamientos, encerrados y predeterminados, como sus cuerpos. Volver en frases breves y repetitivas sobre el mismo acto violento consigue hacer asfixiante la lectura (p. 73), como si la historia no pudiese salir de la agresión constante. Como si la Historia no pudiese salir de la agresión constante.

La insistencia textual en el mismo recurso reproduce la sensación de claustrofobia, de forma que las frases parecen personas atrapadas en un cubículo estrecho, golpeándose contra las paredes. Los sueños de libertad de la narradora chocan con el cerco policial, y sus ansias expresivas se topan contra los mantras violentos. La repetición, a modo de mantra, de un elemento constante, va articulando el discurso, introduciendo una y otra vez en el texto una idea concreta: la de violencia, a partir de un mantra anafórico que va interrumpiendo el discurso (esto es, que ejerce la violencia contra el mismo, rompiendo su fluidez). Pero no acaba ahí la inteligencia narrativa de Eltit. Ese mantra que aparece en todas las páginas de la novela es un mantra que, en sí mismo, reproduce la violencia, pues es un recuento de todas las armas -y de sus tipos y marcas- que tiene el aparato represor estatal: “Había cuarenta y seis pistolas Airsoft ASG CZ 75d Compact 6 mm.”, p. 50; “Había mil revólveres Taurus 85 Ultra Life” (p. 51); “Había siete mil trescientos revólveres Luger LCR cañón de 1.875 pulgadas” (p. 52); “Había trescientos rifles Stoeger Double Defense 20-GA 3” (p. 53), y así, repito, una de estas frases descontextualizadas de su entorno próximo, pero configuradoras del entorno global de la novela, interrumpen la narración en todas y cada una de las páginas de la misma, evidenciando que la violencia en esta obra de Eltit es también textual. De hecho, la violencia, por estar, está presente hasta en el propio título de la obra Fuerzas especiales.


Grabando la familia

Otro de los elementos interesantes de la novela es su reflexión sobre la tecnología de la imagen, tanto más pertinente por cuanto no es ni tecnófoba ni tecnófila: simplemente, Eltit se limita a darle sentido para enmarcar algunos aspectos representativos de los personajes. A la narradora le gusta fotografiar o grabar a su familia, justo en los momentos de más tensión: “Más adelante, mucho más adelante, después que se habían tragado la ira, mi madre y mi hermana se fundían en un abrazo tan estilizado y entrañable que yo no podía sino fotografiarlas con mi celular. (…) Yo fotografiaba el abrazo que sellaba el amor desesperado que se tenían o la frente de mi hermana contra la pared o sencillamente la registraba tapándose la cara ante el espejo. (…) Mi hermana, sangrante, abrazada a mi mamá, pálidas las dos porque ellas siempre se han amado con un tipo de pasión escalofriante” (p. 32). Sin embargo, esa grabación no es inocua, surte efectos en las personas retratadas o grabadas, que cambian o reaccionan al sentirse en trance de ser convertidas en imágenes: “Después yo me iba porque cuando descubrían el enmarque en el celular, se volvían en mi contra de una manera que me aterraba. Mi madre entonces me odiaba, pero mi hermana no, ella odiaba las fotos, odiaba el espejo y odiaba la composición de los rostros” (32-33). La voluntad de la narradora de grabar algunos momentos familiares tensos nos hace tender algunos pasadizos. Podríamos lanzarlos hacia Mantra (2001), de Rodrigo Fresán, pero quizá sea más adecuado hacerlo con la obra de otro argentino, Tomás Sánchez Bellochio, y en concreto hacia su relato “Familias de cereal”, que da título a su primer libro de cuentos, publicado el año pasado en Candaya. En este inteligentísimo y atinado relato, Marco, un joven aprendiz de publicidad, suele estar grabando casi todo el tiempo (como el Martín Mantra de Fresán), y una noche sabe por casualidad “del poder real de mi cámara”[4], al grabar sin querer una discusión de sus padres:

-Esta es la vida que soñé en mis peores pesadillas.
La frase salió de la boca de Ernesto, pero en esas circunstancias era intercambiable. Un vaso se hizo trizas cerca de mi cabeza y se mencionó el nombre de una mujer desconocida. Cuando por fin notaron la lucecita roja en la oscuridad, dejaron de gritar y tirarse cosas. Parecían liebres encandiladas en medio de la ruta. Marta se llevó una mano a la boca, como arrepintiéndose de lo que había dicho. Lentamente resbalaron en el sillón y empezaron a darse palmadas uno al otro, con una sonrisa nerviosa. Sus gestos eran tensos, sobreactuados, y revelaban una impostura infinita.
De vuelta en mi cuarto, repasé la escena no menos de treinta veces. Ellos nunca habían dejado de pelear en mi presencia. (…)
Esto se repitió otras noches de esa semana y la siguiente. Empezaba casi siempre igual. A veces, en la cocina, en su cuarto o en las escaleras. Me acomodaba en un rincón, lo más lejos posible de ellos, para no interferir. (…) Ellos continuarían hasta notar la lucecita roja. Entonces se detenían, se congelaban en el gesto de furia y en unas décimas de segundo podían convertirse en otras personas. Tomaban aire, relajaban sus músculos, se alisaban la ropa. Después de un minuto o dos de silencio, interpelados por la cámara, empezaban a dar excusas o proponían temas neutrales de conversación (pp. 16-17)

Lo que conviene retener de este fragmento es que la aparición de la cámara, de la grabación, cambia y pacifica a los personajes. Sabedores de que dejan de ser personas para ser personajes, actores, se incorporan a la grabación reproduciendo los roles paternos que suponen que les corresponden.

En un sentido similar, y aunque la cámara cambia y enfada a la familia de la narradora de Fuerzas especiales, la pantalla -el otro lado del canal de la imagen- calma o pacifica a la narradora. Siempre tiene la pantalla encendida de su ordenador en el cíber mientras se prostituye, de forma que se concentra en las imágenes para huir del coito. A veces elige imágenes dulces para mirar, como las de una mariposa amarilla, en otras ocasiones le basta con cualquier otra imagen: “Tengo que olvidarme del bloque, de los niños, de los dientes, de los cascos. Tengo que olvidarme de mí misma para entregarme en cuerpo y alma a la transparencia que irradia la pantalla” (p. 40). La ficción de la pantalla la salva del horror de lo inmediato, del sexo consentido pero alienante, de la degradación.

Por ese motivo, seguramente, las pantallas del cíber serán, al final de la novela, la forma de materialización de la resistencia: Omar, Lucho y la narradora se unen para crear un videojuego, Pakos Kuliaos (policías cabrones), que es la única forma que tienen los personajes de ganar, de alguna forma, la guerra contra el aparato represor, de garantizarse un espacio de lucha que admita la victoria. La realidad virtual construida en unos ordenadores obsoletos, dentro de un cibercafé que se cae a pedazos, es la forma -ficcional- de resistencia hasta los últimos límites, hasta las últimas fuerzas. La pantalla sigue siendo el refugio de los personajes, porque tras la ventana sólo hay devastación y desesperanza. La ficción del videojuego es la única forma de no rendirse, de no claudicar ante la violencia.



El post-trauma

Si se involucran en esta teoría desatinada va a haber muertos, dijiste. Ya hay muertos, te contesté.
Diamela Eltit, Jamás el fuego nunca[5]

La profesora Francisca Noguerol ha expresado en alguna intervención pública que en los últimos años han aparecido una serie de distopías en las que parece advertirse, un poco a la contra del sentido original del género distópico, una resistencia “resiliente”, manifestada en forma de esperanza. Estoy de acuerdo con ella y, por ese motivo, el segundo pasadizo de esta tarde unirá esta novela con la trilogía Las huellas, de Jorge Carrión, quien ha desarrollado una lectura del trauma histórico que podría valernos para leer también a Eltit. Reproduzco, ligeramente alterados, algunos párrafos de la reseña que publiqué sobre Los turistas, última entrega de la trilogía:

Si en Los muertos, primera novela de la trilogía de Carrión, el tema del duelo se vivía a través de los personajes de ficción, en Los huérfanos la ficción y el duelo se traspasan a los seres humanos reales a través de la “Reanimación Histórica”, que crea las condiciones para que las personas puedan vivir el sufrimiento de otras en su propia piel mediante el rescate de la memoria y la personificación de un papel[6]. Esto nos lleva a uno de los grandes temas de la trilogía, la investigación sobre el trauma tanto en sentido individual como colectivo o histórico, presente en los tres libros y encarnado en Los turistas en la “mujer de la multitud”. La historiadora del arte Griselda Pollock ha hecho del estudio de la huella del Holocausto en nuestros días un tema central de su trabajo; cuando Anna Guasch le pregunta el porqué de ese interés, contesta: “en la actualidad hay tres poderosísimas razones por las que el Holocausto no es un tema superado y de hecho vivimos un después pero no un más allá de Auschwitz. En primer lugar, asistimos desde el plano psicoanalítico, el filosófico, el ético, pero también el filmográfico (…) o el museográfico (…) a un renovado interés por lo que fue el mayor episodio de intolerancia y barbarie del siglo XX. En segundo lugar existen junto a los testigos, los ‘hijos de los supervivientes’, los ciudadanos, pero también los artistas que en la década de los noventa retornaron a un ‘transmitido trauma’. Y finalmente episodios como el 11 de septiembre en Nueva York, el 11 de marzo en Madrid, y otros muchos, como los relacionados con el genocidio de Bosnia o Ruanda nos hacen cobrar conciencia de que vivimos una era llena de peligros”[7]. Eso explica por qué Carrión, como crítico, ha mostrado interés por el drama argentino de los hijos de los desaparecidos, leyendo con mucha atención a escritores como Félix Bruzzone, por ejemplo. Para el Carrión de la trilogía, el trauma sociohistórico es un elemento capital que aparece unido a otro muy vinculado con él: cómo se cuenta ese trauma, como se materializa discursivamente el dolor. Y ello porque, como dice Malabou[8], el sujeto “postraumático” es uno de los más comunes de nuestro tiempo, frustrado por traumas violentos que le superan (véanse J. M. Coetzee, Desgracia; Juan Villoro, 8.8: el miedo en el espejo; Sergio del Molino, La hora violeta; Mark Oliver Everett, Cosas que los nietos deberían saber, entre otros), hechos imborrables como los que han podido ocasionar el 11/S, Fukushima, los tsunamis, los terremotos, el terrorismo, etc. Zizek y Malabou se mantienen en el estudio del trauma, mientras Carrión intenta ir más allá y entiende que la ficción es uno de los medios de terapia de grupo. Evidentemente, en el caso de Eltit, el suceso traumático, que compartió con millones de compatriotas, fue la dictadura de Pinochet y su sangrienta represión, violencia que está detrás de sus novelas y también de Fuerzas especiales, por supuesto.
En algunos estudios psicopatológicos sobre el trauma se señala que el proceso traumático puede tener síntomas similares a la psicosis, y que puede definirse al trauma como “un encuentro con el vacío, en el sentido del vacío psicótico y el desamparo, con su grupo de ansiedad disolvente, desintegración psíquica, despersonalización…”[9]. Son elementos éstos, ansiedad disolvente, desintegración psíquica, despersonalización, que pueden identificar sin dificultad a algunos personajes de Eltit. Los mismos expertos recomiendan, en las técnicas de choque contra las situaciones post-traumáticas, la necesidad de verbalizar la experiencia como una de las principales medidas. ¿Y qué mejor forma de verbalizar que escribirla narrándola, contándola como historia? Observemos esta declaración de Terry Eagleton: “¿Por qué se considera con tanta frecuencia que la literatura es una especie de prótesis emocional o forma de experiencia vicaria? Una razón está relacionada con el drástico empobrecimiento de la experiencia en las civilizaciones modernas. Los ideólogos literarios de la Inglaterra victoriana consideraban prudente animar a los hombres y mujeres de clase trabajadora a extender sus simpatías más allá de su propia situación mediante la lectura (…) podría distraerles de indagar demasiado quejumbrosamente en las causas de sus privaciones. No sería demasiado afirmar que para estos comisarios culturales la lectura era una alternativa a la revolución. La imaginación con empatía no es tan inocente desde el punto de vista político como pueda parecer”[10]. En este caso, y dando una vuelta de tuerca sobre la desesperanza de sus obras anteriores, como Mano de obra, el retrato sombrío de Eltit sí admite algún hueco para el optimismo, una salida mental que permite entender la recuperación del color colectivo mediante el relato como un ejercicio de catarsis, al modo tradicional de la tragedia griega.


Conclusiones

Como dice Eagleton, “Mientras se pueda dar voz a la desgracia, esta deja de ser la última palabra”[11]. Mientras cuenta inextinguiblemente el horror, la narradora de Fuerzas especiales escapa de él, no sólo porque sobrevive, sino porque lo mantiene a la distancia suficiente para poder describirlo. Hay un espacio para la huida, la curación, y la esperanza. La intención de Eltit es generar una imagen literaria del dolor real que vaya más allá de la simple exposición del trauma histórico para situarse en lo que Meera Atkinson y Michael Richardson, en el libro Traumatic Affect (2013) han denominado como afecto traumático, que es aquél que mueve a personas en principio lejanas a un episodio histórico concreto sentirse abrumadas o afectadas por él, pese a no haber vivido sus consecuencias[12]. La intención de la autora es crear una experiencia en la que nosotros podamos sentirnos reflejados y apelados por la narración, hasta el punto de compartir afectivamente la experiencia que aquellos chilenos sintieron. Es una forma de mantener viva la Historia y la memoria, compartida entonces con quienes sufrieron los hechos y ahora con todos los lectores de la novela.

En ese sentido, la novela, que lucha en todo momento entre el optimismo y la desesperanza, se inclina a favor de un pensamiento esperanzado, como dijimos antes y queda claro en la página 170. No sabemos si esa esperanza es utópica, debido a la situación de cul de sac en que parecen quedar los personajes. Eagleton, en su ensayo sobre el optimismo, escribe: “Tanto los marxistas como los cristianos son más sombríos sobre la condición presente de la humanidad que los liberales y los reformistas sociales, aunque tienen mucha más confianza sobre sus perspectivas futuras. En ambos casos, estas dos actitudes son las dos caras de la misma moneda. Se tiene fe en el futuro precisamente porque se intenta encarar el presente con sus aspectos más abominables (…) es una visión trágica, ajena tanto a los risueños progresistas como a los adustos Jeremías”[13]. Ahí se debate la esencia de la novela de Eltit, en esa tragicidad, en una lucha agónica por imponer la esperanza frente a la fatalidad de los hechos. Pero claro, si la situación no fuera difícil, desesperada, si no estuviera todo casi perdido, ¿por qué iba a ser tan importante luchar?








[Relación con autora y editorial: ninguna]


[1] Terry Eagleton, Esperanza sin optimismo; Taurus, Barcelona, 2016, p. 33.
[2] J. Ortega, “Diamela Eltit y el imaginario de la virtualidad”, en Juan Carlos Lertora (ed.), Una poética de literatura menor: La narrativa de Diamela Eltit; Cuarto propio, 1993, accesible en http://letras.s5.com/eltit140913.html.
[3] Daniella Wittern, “Re-escribir la ciudad letrada: El padre mío y Zona de dolor, o las performances urbanas de Diamela Eltit”, accesible en http://www.iiligeorgetown2010.com/2/pdf/Wittern.pdf.
[4] Tomás Sánchez Bellochio, Familias de cereal; Candaya, Barcelona, 2015, p. 15.
[5] Diamela Eltit, Jamás el fuego nunca; Periférica, Cáceres, 2012, p. 107.
[6] J. Carrión, Los huérfanos; Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2014, pp. 20, 53 182, 161.
[7] Griselda Pollock en Anna Maria Guasch, La crítica dialogada. Entrevistas sobre arte y pensamiento actual (2002-2007); Cendeac, Murcia, 2007, pp. 83-84
[8] Citada por Slavoj Zizek en “Descartes and the post-traumatic subject: on Catherine Malabou's Les nouveaux blesses and other autistic monsters”; Qui Parle, nº 17 (2), 2009, pp. 123-148.
[9] Philippe Bessoles, “Psicoterapia post-traumática”, Revista Subjetividad y Procesos Cognitivos, nº. 9, 2006 (Ejemplar dedicado a: Violencia), pp. 53-68, p. 58.
[10] Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 83.
[11] T. Eagleton, Optimismo sin esperanza, op. cit., p. 187.
[12] Cf. Anthony Nuckols, “El afecto como antídoto contra la privatización y despolitización de la memoria”, -452ºF. Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, nº 14 (2016) pp. 87-104.
[13] Terry Eagleton, Esperanza sin optimismo; Taurus, Barcelona, 2016, p. 23.

sábado, 20 de febrero de 2016

Cinco recomendaciones y una reseña




Blaise Pascal, Tratados de la desesperación; Hermida Editores, Madrid, 2016, edición de Gonzalo Torné.
Torné hace en este libro una selección (y traducción) muy afortunada de los mejores pensamientos de Blaise Pascal, especialmente de aquellos en los que aparece acuñado su pensar más “existencial”, que ha sido recuperado de forma continua por los escritores y filósofos de los dos últimos siglos. En palabras del propio Torné: “El lector descubrirá pronto que algunos de los pasajes más celebres y vibrantes de Pascal están asociados a esa duda estructural, una suerte de grieta o fisura que atraviesa la condición humana para caracterizarla. Una duda que requiere de un salto al vacío o una apuesta.” (p. 23).
Nada de lo humano esencial está fuera de este breve compendio. Para aprender de memoria.



Eduardo Lago, Llámame Brooklyn; Malpaso, Barcelona, 2016.
Se reedita, diez años después de su aparición, la excelente novela de Lago, que ya comentamos en su momento. Para quien no la haya leído, careciendo así de la experiencia de lectura de una de las obras más singulares y profundas de la narrativa en español del siglo XXI, la vistosa edición de Malpaso, que incluye algunas variantes sobre la original, es una oportunidad magnífica de recuperar el tiempo perdido. A partir de una novela inconclusa de Gal Ackerman, Néstor Chapman, una especie de albacea existencial y literario de Gal, debe reconstruir una obra y varias vidas, situadas entre dos culturas y dos lenguas. Una exhibición de complejidad narrativa y de amor por el relato bien hecho que forma parte del parco canon narrativo del siglo en marcha.



Sara Mesa, Mala letra; Anagrama, 2016
He leído casi todos los libros de Sara Mesa y creo que es una autora que no ha hecho más que crecer, si bien Cicatriz (2015) no terminó de convencerme, a pesar de su capacidad expresiva. Quizá mis reparos tuvieran algo que ver con la tentación psiquiátrica de cierta novela española, que he criticado algunas veces. Pero Cicatriz gustó mucho, así que quizá el problema fuese mío y no del libro. La cuestión es que en los relatos de Mala letra no hay apenas reparos que poner (salvo quizá el brusco cierre del espléndido “Palabras-piedra”); todo es magnífico, los relatos son desasosegantes y sugerentes, la plasticidad está más que afinada para crear ambientes en apenas unas líneas, la capacidad respecto al detalle no es menor que la capacidad frente al todo, el presente es tan vital y poderoso como el pasado, las tramas son críticas sin rozar lo panfletario, el sexo sigue siendo enfermizo y degradante (marca de estilo de la autora) porque es una pulsión que trasluce otras pulsiones, los personajes masculinos son sólidos y los femeninos extraordinarios, son complejas las tramas y los caracteres y todos están bien definidos y escritos, abundan los hijos sin padres y con muchas dudas, y la organización interna del libro está bien calibrada, compensándose las temáticas y las extensiones en una cadencia que fluye con naturalidad. Sólo cabe aplaudir.


Tadeusz Dąbrowski, Te Deum; La Isla de Siltolá, Sevilla, 2016, traducción de Miguel Mejía.
Me ha interesado mucho este poemario del poeta polaco Tadeusz Dąbrowski, publicado originalmente en 2005. Tiene una mirada singular, a veces transida por la trascendencia más ortodoxa, y otras por el epicureísmo más compartible, pero casi siempre sus poemas son celebratorios y respiran inteligencia y afinación. El último poema, sin título, es un maravilloso ejercicio sobre la descomposición del yo. Junto a este postrero, los textos que más llaman la atención son aquellos en que se reflexiona sobre el hecho de mirar y sobre el hecho de pensar desde y sobre el poema. Incorporo dos ejemplos de esa línea de trabajo de Dąbrowski:





Ben Clark, Los últimos perros de Shackleton; Sloper, Mallorca, 2016.
Aunque el punto de partida es la desmesurada expedición de Ernest Shackleton a través del polo Sur, los poemas de Clark surgen de la épica trágica del aventurero inglés de los hielos para perderse rápidamente por fantasmas personales y descripciones del amor en “esta era de plasma” (p. 54). Con ecos de Eliot, de Shelley, de Hesse (incluso se citan como epígrafes noticias de prensa), la poesía de Clark sortea el peligro de la facilidad para ahondar en un sistema metafórico donde el calor de los afectos se opone al frío existencial, a poco que nos olvidemos de qué es lo importante (a destacar la sección “Teoría de los abismos”, donde se tiende un inteligente pasadizo entre los seres abisales que son “pura necesidad” y la figura de los amantes). “Hoy saldré a celebrar la dicha frágil / de todos los productos congelados” (p. 58), dice Clark, y no es casual que el poema de Shelley citado en el primer texto diga, en otros versos, “I love snow, and all the forms / Of the radiant frost!”. El poemario es, en gran parte, un homenaje a Shackleton y su desmesurado amor a la nieve, lo helado, la Antártida y otros territorios sublimes (en el sentido romántico de terribles, fascinantes y desangelados), pero también un recordatorio (véase “El reino menguante”) de que cuando nos empeñamos en la épica, olvidando lo “pastoril”, suele triunfar la elegía.



Mery Cuesta, La rue del Percebe de la cultura y la niebla de la cultura digital; Consonni, Bilbao, 2015.

En los últimos tiempos han aparecido cuatro libros que tienen en común haber elegido la textovisualidad como forma, frente a la modalidad de texto simple mediante la que hace algún tiempo se habrían formulado: los ensayos La rue del Percebe de la cultura y la niebla de la cultura digital (Consonni, 2015) de Mery Cuesta y Qué vemos cuando leemos, de Peter Mendelsund (2014, Seix Barral, 2015); la crónica-cómic Los vagabundos de la chatarra (Norma, 2014), de Jorge Carrión y Sagar, y la tesis doctoral Unflattening (Harvard University Press, 2015) de Nick Sousanis. Son señales que apuntan a que no íbamos muy desencaminados en El lectoespectador (2012) cuando señalábamos un proceso que estaba normalizando las experiencias a medio camino entre el texto y la imagen, incluso en terrenos alejados, en principio y con excepciones, a las mismas (los ejemplos recientes en poesía y narrativa son ya tan numerosos que sería difícil citarlos todos). Hoy nos centramos en el interesante ensayo-cómic de Mery Cuesta, que concita en sus páginas a la pensadora y a la dibujante, sin solución de continuidad entre ellas.

Con un formato innovador, gracias a la alternancia de textos e historietas, la autora critica con una perspectiva histórica la dinámica de cambios continuos o de cambio perpetuo en que está instalado el mundo digital, configurando como un “nuevo pasotismo, porque tiene algo de conformista” (p. 20), así como la devaluación de las obras en “contenidos” destinados a “consumidores” (p. 19), lo que las priva de su singularidad y de su valor artístico y los convierte en productos abaratados hasta lo desechable. Consciente de la mutabilidad de su objeto de estudio (“el método más honesto para teorizar sobre la cultura digital se conjuga en estricto presente y en pasado mañana o, lo que es lo mismo, en el terreno de lo especulativo”, p. 9), lo que también advirtiera el ya añorado Eco de Apocalípticos e integrados, Cuesta hinca su bisturí en varias manifestaciones de esa cultura y de algunas de sus subculturas, buscando clarificar algunos extremos y desmontar algunos mitos. Entre ellos, la autora, como ya han hecho con anterioridad otros autores, critica la falsa democratización con que a veces se presenta el mundo cibernético, cuando en realidad parece más bien un eficaz modo de control social, ejercido no desde el poder institucional, sino desde el poder económico.

Una de las mutaciones descritas en el ensayo que más me ha interesado es el vaciamiento del concepto underground tras la llegada del fenómeno digital: “el underground es un mito cultural (…) hoy, tanto en el mercado como en las programaciones culturales se sigue manteniendo vivo el cadáver del underground a través de sus atributos estéticos: como manierismo de lo pobre, como sofisticación de lo semioculto y lo salvaje (…) desde el momento en que el underground se vocea en una revista internacional de más de 30.000 ejemplares de tirada, es que está muerto y bien enterradito” (p. 83). Al underground le ha sentado mal la red, según la autora, porque “desde el momento en que una persona con una afición minoritaria expresa su preferencia en Internet y comienza a hacer comunidad con otros, esa afición deja de ser subterránea y se vuelve potencialmente capaz de convocar a una legión de adeptos. Esta posibilidad de popularización es contraria al espíritu minoritario y exclusivo del underground” (p. 82). También me ha parecido muy inteligente su lectura de la desideologización de la subcultura bizarra, que despolitiza aquellos objetos chocarreros sobre los que fija la mirada (p. 96).



Uno de los leitmotiv que atraviesan la obra es la caída de la alta cultura frente a la cultura popular, donde hay alguna reflexión oportuna (“hablamos de un ascenso de la cultura popular en la actualidad porque psicológicamente seguimos respetando un estatus del hecho cultural concebido en base a [sic] estratos verticales propiciado por las propias terminologías alta cultura/baja cultura”, p. 44), pero a veces nos parece detectar alguna contradicción. Si examinamos la página 62, por ejemplo, donde se nos habla de que el ascenso de la cultura popular se debe al “agotamiento de los contenidos de la alta cultura y sus protocolos, ritualmente sofisticados, plagados de creencias y pactos de silencio, mediatizados y artificializados mediante un indescrifrable aparato teórico”, nos daremos cuenta de que el discurso de la autora da por supuesto que el lector “popular” de la obra habla francés (en esa página hay una expresión francesa sin traducir), lee de seguido a Umberto Eco y conoce sus tesis sobre la vanguardia, maneja el nutrido aparato teórico que usa Cuesta y, en general, es tan connaisseur como los habituados a las antiguas manifestaciones de alta cultura. Por no hablar de que en la subcultura bizarra, como la propia autora reconoce, “la intelectualización desacomplejada se ha convertido hoy en una postura válida” (p. 95), poblando los manuales y fanzines friquis de erudición impostada y referencias ad nauseam, quiero decir inacabables. Es decir: Cuesta presupone que ha desaparecido un espectro cultural elevado en un libro redactado desde elevados parámetros culturales, lleno de citas de Ortega y Gasset o Grosz, cuyos códigos serían indescifrables para un espectador de MHYV o de Sálvame. El modo elegante, exigente y lleno de referencias con que Cuesta redacta sus argumentos contra la alta cultura los socava y constituye su mejor refutación. La alta cultura parece vivir más fuerte y pujante que nunca, debido a la esmerada formación high-brow que parecen tener sus numerosos y eruditos críticos.

Pero me temo que es un asunto en el que todos estamos llenos de contradicciones, como el colgado que se dedica a hacer reseñismo con pretensiones y notas al pie en un blog… Lo importante es que Cuesta domina los temas de los que habla, habla de ellos con inteligencia y sentido del humor, tanto mediante la palabra como a través del dibujo, y explica a la perfección cómo chirrían algunos goznes culturales y subculturales a causa de la aparición de la neblinosa cultura digital. Salvo alguna errata engorrosa (“looser” por “loser” en p. 93, o “Gomes de la Serna” en p. 102), el libro está bien editado y su lectura es muy recomendable para entender el cruce entre la cultura de masas (y sus subculturas) y la niebla digital, tan llena de posibilidades como de futuros fracasos, entre los que se contará algún día esta reseña.


[Relación con Mery Cuesta: ninguna. Relación con Consonni: ninguna]