martes, 28 de julio de 2015

Mesetas, miedo y miseria



José Vidal Valicourt, Meseta; El Gaviero, Almería, 2015.

Es inevitable tender lazos entre este poemario, resultado de un viaje de Vidal Valicourt por la terrible estepa castellana, y los que hicieron en su momento los miembros del grupo del 98 (G98). Más allá de las cuestiones formales (Vidal presenta una mezcla poderosa de fragmentos o pequeños poemas en prosa con versículos), o de las elocutorias (se utiliza por el autor un sugestivo construido por oposición especular al yo, véase página 35), lo que más nos llama la atención es cómo Castilla ha perdido por completo su capacidad simbólica de reverberación de lo patrio, un tema ausente por completo de Meseta, donde están más presentes Deleuze y Guattari que los Cid o Alvargonzález del G98. La dureza del paisaje y su paisaje agostado son ahora imágenes de la naturaleza o del interior del pensamiento, pero nunca de lo colectivo, o al menos lo social aparece como un factor muy secundario. Vidal Valicourt recorre el interior de España con el mismo juego intimidad/exterioridad con que Martín Caparrós explora las provincias argentinas en El Interior (2006), y lo hace con un repertorio de formas de mirar y de contar que exploran la relación de la persona que mira con la historia contada y la del lenguaje con ambas. El resultado es un libro astillado, áspero, asoleado, asolado, desolado, castellano.




Stephanie Alcantar, Coreografía del miedo; Tierra Adentro, México D.F., 2015.

En el proyecto de “lectura del tachado” que venimos sosteniendo desde hace varios años, explicitado en un tablero de Pinterest creado en 2013 y del cual ya hemos publicado alguna entrega, tiene lugar propio el poemario Coreografía del miedo de la mexicana Stephanie Alcantar. En este libro el tachado utiliza sólo dos formas de expresión, pero por el sostenimiento a lo largo del texto cobran precisa importancia: hay un tachado lineal, que deja ver lo tachado, y otro que lo ciega por completo:



En varios poemas el tachado parcial revela parte del “subtexto” vital que parece mover la parte más afectiva y directa del poema, subtexto que la autora incluye y borra al mismo tiempo; por el contrario, ignoramos lo que cubre el tachado completo, que es inaccesible, pero que sigue presente –como espacio en negro– para recordarnos que hay algo más, algo prohibido o algo que la memoria no permite recordar, silencios como cicatrices de un dolor que no puede recuperarse. “Para decir olvido / al silencio” (p. 33), dice Alcantar en cierto punto. El resultado es que en Coreografía del miedo hay tres libros: el que resulta de la escritura no tachada, perfectamente legible per se; el que suma la escritura normal y la parcialmente tachada, que es un texto dialógico a veces y en otras dialéctico y tensionado consigo mismo; y, en tercer lugar, el texto resultante de la suma de todo lo legible y lo ilegible dentro del libro, que hábilmente manifiesta a la vez enunciados, tachados y pérdidas. 




Eduardo Rabasa, La suma de los ceros; Pepitas de Calabaza, Logroño, 2015

Eduardo Rabasa (México D.F., 1978) ha conseguido con esta notable opera prima algo nada sencillo, cual es la consecución de una potente novela política, concepto que el autor desarrolla en todas sus posibilidades: en la vertiente ideológica -con una elaborada reflexión acerca de los variados medios actuales para borrar las ideologías-, en la vertiente práctica (en cuanto describe la dinámica de hacer política instrumental, sobre la que ahora volveremos) y en vertiente politológica, puesto que el ambicioso objetivo del autor es llegar al fondo hobbesiano de los pilares de cualquier sistema político y a la almendra de sus mecanismos de entronización, asentamiento y legitimación. Para recrear el proceso y exponer su alcance práctico Rabasa levanta una novela de tintes distópicos, ubicada en una ciudad, Villa Miserias, trasunto de muchas ciudades norte o centroamericanas y objeto de análisis de Zizek en La revolución blanda, y explica los intentos de llegada al poder de cuatro personas diferentes (Orquídea, González, Perdumes y Max Michaels, el protagonista), con una parsimonia desasosegante por su exactitud y por la sensación de falta de esperanza.

Frente a las antiguas construcciones sociales utópicas, como las de Fourier, Rabasa plantea en la ficción que sucedería si se generan construcciones sociales antiutópicas o distópicas, esto es, creadas para establecer permanentemente el mal y no el bien de la sociedad. Mientras que para Zizek las Villas Miserias contenían la posibilidad de un sujeto transformador, el fondo mítico de la Villa Miserias de Rabasa queda constituido a través de la figura de Selom Perdumes, el demiurgo del sistema del “cambio perpetuo” (p. 51, no sabemos si con reminiscencias de la revolución permanente), y hábil creador del “quietismo en movimiento”, práctica lampedusiana creada por Perdumes dirigida al sostenimiento de un cierto estado de cosas. La fábula política creada por Rabasa tiene una lógica interna caracterizada por la completa ilógica, algo a lo que estamos acostumbrados en nuestro día a día y que el autor retrata a la perfección. Si la mayor impostura imaginable sería un candidato electoral que dijese la verdad, esa y no otra es la arriesgada opción que toma Max Michaels en su delirante campaña: decir a los votantes que no tiene ninguna intención de reformar la sociedad o de cambiar las cosas: “si me elijen haré todo lo posible por perpetuar este sistema” (p. 324), incluyendo en su programa “cobrar más impuestos a las capas inferiores” o “colocar la política al servicio de la economía” (p. 352). El giro propuesto por Rabasa es brutal: es ahora el emperador quien dice que va desnudo. Y sin embargo, funciona a la perfección, porque la alternativa diseñada por Perdumes, González, se rige por los mismos planteamientos, sólo que sin explicitarlos.

Rabasa, editor de profesión y politólogo de formación, analiza en La suma de los ceros las relaciones de poder, tanto en un sentido teórico (con menciones oblicuas a Foucault, p. 68, y otros muchos pensadores) como en un sentido afectivo y sentimental, pues las relaciones de poder aparecen también en la relación que Michaels sostiene con Nelly, así como en las de amistad (cf. pp. 364-65), llegando el lector a la conclusión de que la nietzscheana voluntad de poder es para el autor lo que rige cualquier dimensión de la existencia humana. Aunque pudiera dar la impresión, por lo ya dicho, de que estamos ante una novela ensayística, hay que destacar el pulso narrativo de Rabasa, que elabora esta novela de ideas profundamente hispanoamericana no sólo mediante una narrativa directa y poderosa, sino que también invita a otros géneros, que aparecen reproducidos o imitados: poesía, teatro, artículo, crónica, relato breve, etcétera. El resultado es un puzle variopinto y monumental, que se enriquece gracias a esa estructura de tejido bien consistente y armado.

Dentro de las microhistorias, una de las más interesantes es la del artista Pascual Bramsos, que se dedica a hacer piezas de arte con dinero (pp. 161ss); nos sentimos tentados a decir que, aunque el detalle puede leerse de forma literal, también cabe suponer que Rabasa esté creando a un artista contemporáneo que se hace rico al objetualizar el dinero. En una de las piezas de Bramsos hay un agujero, y el artista explica: “si se asoma con cuidado, verá que en ese punto se concentra todo lo que existe en nuestro mundo” (p. 164), lo que puede leerse como un homenaje al aleph borgiano, o como una explicación del mundo del arte contemporáneo (o las dos cosas). Esta posibilidad de segunda lectura es constante a lo largo del libro, que siempre deja un espacio de indeterminación que podemos proyectar hacia arriba, o ensanchar en horizontal hasta convertirlo en síndrome social. 


En resumen, La suma de los ceros es un feliz debut narrativo de la mano de alguien que no sólo sabe editar buena literatura, sino que además sabe escribirla.

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[Relaciones con las editoriales: ninguna. Relaciones con los autores: con Vidal Valicourt, correspondencia sobre su obra; con Alcantar, cordial; con Rabasa, ninguna.]

sábado, 11 de julio de 2015

Narrativa reciente



Nere Basabe, El límite inferior; Salto de Página, Madrid, 2015.
Samanta Schweblin, Distancia de rescate; Random House, Barcelona, 2015.
Paula Lapido, Horror vacui; Salto de Página, Madrid, 2015.
Aixa de la Cruz, De música ligera; 451 Editores, Madrid, 2009.
Aixa de la Cruz, Modelos animales; Salto de Página, Madrid, 2015.
Cristina Morales, Los combatientes; Caballo de Troya, Madrid, 2013.
Cristina Morales, Malas palabras; Lumen, Barcelona, 2015.
Marta Sanz, No tan incendiario; Periférica, Madrid, 2014.
Mar Gómez Glez, La edad ganada; Caballo de Troya, Madrid, 2015
Noelia Pena, El agua que falta; Caballo de Troya, Madrid, 2014.
Belén Gopegui, El comité de la noche; Random House, Barcelona, 2014.
Sònia Hernández, Los Pissimboni; Acantilado, Barcelona, 2015.        

            Borges decía de las obras de O’Neill (puede que no fuera O’Neill, hablo de memoria) que en ellas no se sabe bien lo que pasa, pero lo que pasa es terrible. Algo parecido sucede en Distancia de rescate (2015), de Samantha Schweblin, que puede leerse de un modo lógico -y resulta entonces inquietante- o de un modo irracional -y en tal caso el resultado es pavoroso-. Gracias a una endiablada habilidad narrativa la autora logra introducirnos en una atmósfera subyugante en la que se trenzan tres tiempos superpuestos -en alguna ocasión, más de tres-, con sus respectivos diálogos, sin que el lector pierda el hilo más que allí donde Schweblin quiere confundirle, porque confusa está la voz femenina que, entre titubeos, cuenta agónicamente los hechos. El resultado es un texto de extrema originalidad y un ejercicio de precisión y afinado; una experiencia brutal de lectura que demuestra que el necesario puñetazo al lector también puede darse a cámara lenta.

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Aixa de la Cruz me parece una escritora excelente, fina y dotada, a la que seguiremos de cerca. En De música ligera, siendo obra claramente primeriza, me interesaron dos cosas: el loable desparpajo con que aparecía la autora para crear la parte metanovelesca de la narración, y su habilidad para describir personajes con un fogonazo, como cuando queda palmaria la diferencia entre los dos protagonistas, Julia y Dylan, por la manera en que cuentan hasta cinco (pp. 66-67; la protagonista escindida de “Doble”, en Modelos animales, queda retratada contando hasta tres, p. 57). Eran gestos que revelaban sin ambages a una narradora en ciernes, que ahora despliega todas sus posibilidades en Modelos animales, conjunto de relatos que reúnen ambientes verosímiles donde los caracteres encajan como pueden sus complejidades psicológicas, gracias a un dominio de la técnica narrativa que en algunos lugares se vuelve virtuosismo. Y no me refiero tanto a “Doble”, un relato donde la bifurcación identitaria divide en dos la página, algo que puede venir de El curandero de su honra (1926), de Ramón Pérez de Ayala, y que ya hemos visto hace poco en Fuera de la jaula (2014) de Fernanda García Lao y en new mYnd (2014) de Colectivo Juan de Madre (y en algún otro lugar que debo callar), sino que me refiero a los hábiles modos de vertebrar relatos como “Modelos animales”, en los que la complejidad textual se pone al servicio de la historia para enriquecer sus matices y no para opacarlos. O al modo en que De la Cruz siembra ideas y motivos para recogerlos con elegancia después. O al modo en que sus textos nos incomodan, como los de Belén Gopegui, a pesar de las diferencias entre ambas; o al modo en que entremezcla discursos; o al modo en que va demoliendo expectativas para proponer mejores soluciones. Leyendo a Aixa de la Cruz se tiene la sensación de que cuando la autora divisa algún edificio o objeto estético que le gusta, piensa “qué interesante” para, acto seguido, derrumbarlo con una apisonadora y volver a levantarlo de nuevo más firme y audaz, más convincente, más a su gusto. Y también al nuestro.

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Aunque Marta Sanz, más valiosa como narradora que como ensayista o poeta, vindica constantemente en No tan incendiario la necesidad de un pensamiento propio, la verdad es que la mayoría de lo leído en su libro nos suena a ya visto en otras partes (en Brecht, en Gramsci, en Benjamin, en Bértolo, en Reig). Conjunto disperso de artículos y colaboraciones repescadas sin un claro criterio recolector, la autora reclama en No tan incendiario la necesidad de un pensamiento político original que luego no aparece demasiado, o que es demasiado dependiente de las reconocibles consignas sobre las que los textos se van montando. Sí hay alguna excepción de mérito en la valiente defensa de cierta cultura popular, equivocadamente malentendida a veces como folclorismo, y que Sanz se ocupa de situar en su debido contexto. Por desgracia, el resto del libro es más predecible (me desquité de su lectura con El frío, de 1995, la primera novela de Sanz, que tenía pendiente, en la que detecto, a pesar de su condición debutante, un estilo ya reconocible y otros elementos clave de la obra posterior de la autora).

En cambio, Noelia Pena sí es capaz de articular en El agua que falta un pensamiento propio, no tanto por la semántica –que ya podríamos ver reflejada en ciertos ensayos de Belén Gopegui o Isaac Rosa– sino por la forma, ya que su libro sí es orgánico, a pesar de la dispersión: aforismos, microensayos, estampas autobiográficas y poemas crean una escritura singular y personalísma, cuyo fragmentarismo moderno y antiposmoderno persigue todavía el sueño de la unidad –no del sujeto, sino del pensamiento–. Es un libro diferente El agua que falta, valeroso, discutidor de su propio lenguaje y del lenguaje en general, una obra que vale la pena leer, porque consigue presentar de una forma no trillada ideas de necesario recuerdo.

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            Hay algunos pasadizos entre los dos libros de Aixa de la Cruz que he leído: la música, sobre todo, pero hay más:

a/ “Se vio a sí misma, con todo lujo de detalles, en un espectáculo teatral improvisado en su mente: las escenas iban a cámara lenta y podía detenerse a evaluar el jersey verde con el que anunciaba la noticia”; Aixa de la Cruz, De música ligera, p. 125.
b/ “es decir, hice un zoom off y me observé a mí misma como parte actuante de la escena”; Aixa de la Cruz, Modelos animales, p. 12.

a/ “metió la mano en el tórax del animal y sintió la suavidad viscosa”; Aixa de la Cruz, De música ligera, p. 109.
b/ “Sí fue impactante, en cambio, contemplar el encéfalo del gato, aquella misma noche, contenido con holgura en la palma de mi mano.”; Aixa de la Cruz, Modelos animales, p. 37.

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Aunque La edad ganada, segunda novela de Mar Gómez Glez, no sea una ficción del todo lograda, es una obra valiente y singular, creada a través de un procedimiento constructivo tan interesante como valioso: en vez de elaborar, o reelaborar más bien, una vida entera, la autora hace varias calas en la experiencia vital (cuya relación con la propia de la autora no queda clara -ni falta que hace, nos imaginamos diciendo a la protagonista-), escoge varios hitos -identificados por la edad que la protagonista tenía en ellos-, y cuenta una anécdota concreta de ese periodo, pretiriendo, desechando u obliterando los demás. En estos tiempos de escrituras autobiográficas marcadas por el a ver quién la tiene más traumática (la vida, me refiero), con total despreocupación por el modo (y el estilo) de narrar las experiencias, La edad ganada demuestra una sana pulsión crítica y autocrítica de cuestionar el modelo autoficcional existente, en aras de una forma distinta, original y propia de contar las cosas, que se inserta más en la tradición novelesca que en la autoficcional. El comienzo, por ejemplo, nos trae a la mente el principio de A Portrait of the Artist as a Young Man, lo que no está nada mal; como en el libro de Joyce, con todas las diferencias que se puedan y quieran ver, se persigue la construcción literaria de una identidad (no su refrito en libro, a lo que últimamente nos han acostumbrado). “Lo que llamamos yo”, decía Félix de Azúa en Autobiografía sin vida, “no es sino el laberinto de torrenteras abiertas desde el nacimiento y que constituyen un mapa de nuestra memoria, ya que la memoria es sólo ese mapa”[1]. La edad ganada, que podría haberse titulado Vida sin autobiografía, es una investigación sobre la experiencia y, sobre todo, una elegante indagación acerca de cómo columbrar y reconstruir una experiencia a través de la narrativa, que convierte al libro en un ejercicio serio, profundo y (auto)consciente con momentos excelentes, algún error léxico (“infringiendo”, p. 39, por “infligiendo”; “encima”, p. 81, por “enzima”) y otros lugares más mecánicos, aunque siempre dentro de una solvente calidad narrativa. Queremos más.

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            Es realmente costoso entrar en las primeras páginas de Los Pissimboni (2015) de Sònia Hernández; el texto genera una especie de resistencia a la lectura, y creo que el motivo es la escasa plasticidad de la prosa, que cuenta los hechos sin que podamos verlos. Casi al final de la novela, adonde merece la pena llegar, descubrimos que esta abstracción es deliberada (p. 99), pero no puede negarse que la elección de Hernández es peligrosa y puede expeler a no pocos lectores. Por ejemplo, la casa de los Pissimboni está cubierta de hiedra, pero eso es lo único que sabemos, que está cubierta de hiedra. No hay una descripción de colores, no la vemos, y lo que en otras manos sería un hallazgo descriptivo se queda en bosquejo. No distinguimos los rostros de los personajes, ni los lugares donde pasan las horas, nominados de forma genérica: biblioteca, cocina, cuartucho, Casa del Pueblo. Los personajes son intercambiables, pues de la mayoría de ellos sólo conocemos su melancolía y su “talante especulativo” (p. 16), y creo que ese es uno de los mayores fallos de la novela, su talante especulativo (no en el sentido intelectual, sino en el de divagar inconcreto). Si añadimos a ello el narrador omnisciente en tercera persona, la linealidad de la trama y la falta de penetración descriptiva, el resultado es casi como el relato que alguien le cuenta oralmente a otro. En la publicidad editorial se nos dice que Los Pissimboni tiene “tintes kafkianos” pero Kafka, en realidad, era un maestro de la visibilización. Como recordaba Andrés Ibáñez (gran visualizador él mismo en su prosa), en un fantástico texto escrito a partir de un solo párrafo de Kafka y titulado, no por casualidad, “Pequeño curso de literatura”, ese párrafo kafkiano de “El cazador Graco” resulta ser “magistral porque cada una de las frases, casi cada palabra, crea imágenes”, según Ibáñez. En cambio, la novela de Hernández crea abstracciones. Centrémonos en un detalle clave: en la página 26 se detalla cómo el personaje Yago, en un bar del pueblo próximo al hogar de los Pissamboni, fija su atención en un hombre; “después de haberle observado con detenimiento, Yago pensó que se trataba de un hombre bastante ordinario, y le sorprendió su propio pensamiento”. Analizando su sorpresa, “Yago lo miró detenidamente tratando de detectar cuáles eran los rasgos que le hacían tan despreciable. Nunca había observado a nadie con tanto detalle” (p. 27). Es razonable esperar que veamos, por tanto, los rastros de ese escrutinio, de ese minuciosísimo examen visual que Yago sometió a aquella persona. Pues bien: ninguno. Es decir: se da por supuesto que los personajes miran, pero la narración no lo hace. Nos quedamos sin ver aquello que obsesivamente miraba Yago.

            Pero entonces, señor crítico, ¿por qué leer este libro? Porque tiene otras, y no pocas, virtudes. Ahondemos. La novela, como El castillo de Kafka, está organizada geográficamente por dos espacios, uno más o menos real (el villorrio, dominado por la Casa del Pueblo) y otro más o menos simbólico, situado en lo alto (la casa de la hiedra), si bien no hay esa oposición vertical de poderes consustancial a la novela del checo. La psicogeografía es otra: la casa de la hiedra y la Casa del Pueblo son especulares y la historia los carga de significación porque, como se dice en algún momento, “reconocer los lugares no es otra cosa que reconocerse a uno mismo” (p. 96). Hay que entender, y en eso sí es kafkiana la obra de Hernández, que no hablamos de espacios, sino de imaginarios localizados (de la misma forma que los borrosos Pissimboni son imaginarios subjetivos y no personas). El aburrimiento inherente a ambos lugares es intercambiable y, sobre todo, la falta de libertad en las dos casas es idéntica y simétrica, esclavizados sus respectivos moradores por normas tan férreas como inexplicables (cf. p. 20 y 86). Se genera una duplicidad existencial (p. 53), que tiene su trasunto textual en dos planos narrativos separados por una distancia onírica (“cuyas palabras le llegaban como si entre ambos se extendiera una distancia insalvable o como si le hablara desde un sueño”, p. 60). Yago, el personaje central, está escindido, viajando de una prisión a otra (y de un plano existencial al otro) en busca de su identidad, aunque en algún momento de la novela se explica que el regreso a la casa de la hiedra es el “fin” que habrá de liberarle (p. 101). No puedo continuar la explicación sin descubrir el desenlace del libro, así que no lo haré, pero sí apunto que el final de la novela (poco después de que, significativamente, la voz narrativa cambie de pasado a presente en la página 98) abre otro nivel de interpretación de Los Pissimboni, que es al que merece la pena llegar, descubriendo una obra interesante, fina e inteligente, a la que sólo reprochamos algunas decisiones estéticas que –a nuestro particular y quizá equivocado juicio– empecen o dificultan la lectura. Eso sí, una vez terminada ésta, no puede evitar el lector volver atrás y releer párrafos o páginas que construyen esa otra novela estimulante y compleja de planos paralelos que Los Pissimboni guarda en su interior, intranovela que –esta sí– se ve a la perfección y se disfruta sin tasa.

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Todo texto es la absorción o transformación de otro texto.
Julia Kristeva

            He leído dos novelas de Cristina Morales: Los combatientes y Malas palabras. Los combatientes tiene a su favor algunos valores y en su contra algunas características criticables. Entre los primeros podríamos contar su arrojo y el hecho de que el conflicto no sólo regule la relación entre los personajes, sino también la relación entre el texto y el lectoespectador (utilizo el término porque hay mucho teatro en Los combatientes y porque la narración se vuelve en ocasiones textovisual). Entendemos que la autora propone una interacción o entreverado entre literatura y realidad más radical que los habituales, para lo cual llega a utilizar personas reales con su propio nombre, incluidas en la novela en situaciones comprometidas. La incomodidad que genera este choque brusco con lo real es deliberada, por supuesto, así como la proveniente de colar de rondón antiguos discursos falangistas en un entorno post-15M, pero entendemos que la persecución de la inquietud es parte de la poética de agitación natural de la autora. En la parte mejorable situaríamos la ausencia de más ambición narrativa y la excesiva dependencia de textos ajenos (discursos, canciones, refranes o dichos, etcétera) que convierte en la novela en ocasiones en una especie de sampleo o de centón que pone en entredicho su carga de originalidad. Leer Los combatientes puede ser una experiencia frustrante a ratos, pero conviene no olvidar que la inquietud y la frustración son dos efectos cuidadosamente buscados y provocados por la autora.

            En Malas palabras también nos topamos con la dependencia de un texto anterior, el Libro de la vida de Teresa de Cepeda y Ahumada, pero esta relación es estructural, puesto que el libro de Morales parte de un encargo de la editorial Lumen para reescribir la confesión de la santa. Es decir; a diferencia de Los combatientes, donde las reminiscencias son de llegada, en Malas palabras son de partida, y como tal hemos de juzgarlas. He leído en paralelo los textos de Morales y de Teresa de Jesús, con el fin de evaluar debidamente la transformación, y creo que Morales ha hecho bien en desarrollar y privilegiar la trama detectable pero invisible en el Libro de la vida; es decir: narrar la intrahistoria de la religiosa, de su familia y de las mujeres de la época, y realizar las obvias denuncias de falta de habitación propia (p. 95), desde una primera persona tan problemática como plausible por ser muy moderna, pero eso es justamente lo que –supongo– se le había pedido que hiciera: actualizar y revitalizar la obra teresiana desde una perspectiva de género. De hecho, Malas palabras puede leerse como un ejemplo imperfecto de las narrativas oposicionales que Ross Chambers [Room for Maneuver: Reading (the) Oppositional (in) Narrative, 1991] vindicaba para resaltar el machismo de los discursos masculinos tradicionales (por eso digo que es un ejemplo imperfecto, ya que el texto de Teresa de Jesús es femenino y no masculino, si bien partía de un encargo de su confesor). En cualquier caso, podríamos decir que Morales visibiliza por completo, incluso por exceso, lo que el texto teresiano está solo sugerido.

Para lograrlo, Morales toma algunos elementos del Libro de la vida que dejan el rastro de cierta rabia (y que suenan modernos, también: vgr., “fue grande el desprecio que me quedó de todo lo de acá: parecíame basura”, escribe Teresa), y afronta desde esa actitud combativa la reescritura de la historia: “Si he de escribir para edificar, ¿cómo voy a levantar ningún edificio sobre el suelo del lector sin antes echar abajo el edificio que ya está ruinoso? Escribir para dar gusto, ¿no es echar más escombros sobre las ruinas, o es quizá limpiarlas y recolocarlas, haciendo como que se construye, cuando en realidad no hay edificio sino una ordenada montaña de basura?” (Malas palabras, p. 43). El resultado no me parece literariamente fascinante, pero me ha interesado, está bien escrito, su estilo no trae causa del de la religiosa, sino que es una reelaboración personal, y además le veo otro valor característico de la Morales de Los combatientes: la certeza de hallarnos ante una dinamitera que cuestiona todo sin pararse en barras y que pone en el envite su propia concepción de la literatura y no sólo la nuestra. En términos agustinianos, ya que de religión hablamos, Morales practica el agere contra y el primer cuerpo puesto contra las cuerdas es el suyo. Intento decir que Cristina Morales está rozando el acierto y que cuando llegue a él será un acierto brutal y con pocos parangones, porque escasos son los autores que están poniendo en su literatura tanto riesgo como ella. “Escribo con libertad”, deja caer Teresa; “a fuerza de no escuchar a los prudentes, cada vez escribo mejor” responde Morales (Malas palabras, p. 86). Y es cierto.

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            Horror vacui, el debut novelístico de Paula Lapido (Madrid, 1975) no resulta redondo pero apunta buenas maneras; la autora demuestra tener ambición para urdir una trama compleja, buena mano para crear personajes (si acaso demasiado dependientes de aspectos físicos en detrimento de los más necesarios colores psicológicos, no siempre bien resueltos), y notables dotes para la construcción de atmósferas y de detalles inquietantes (un maravilloso columpio autómata, por ejemplo), cuya simetría fractal parece a veces aludir a los juegos gráficos de Maurits Cornelis Escher (“siempre es posible mirar desde más cerca. Advertir detalles cada vez más pequeños a medida que los ojos se aproximan al objeto observado” (p. 79), detalle no baladí si tenemos en cuenta que uno de los personajes centrales se llama Maurice Cornelius, círculo que termina de cerrar la página de Pinterest de la autora.

Los dos mayores reparos que cabe ponerle a Horror vacui serían, por un lado, su recurrencia a lo que he denominado en otro lugar tentación psiquiátrica de cierta narrativa española, que parte de manuales de psiquiatría o psicopatología para construir un personaje; por otro lado, la recreación de un TOC (transtorno obsesivo compulsivo) en la prosa para remedar el que sufre el personaje, algo quizá preciso si la historia se contara en primera persona desde el punto de vista de quien sufre el TOC, pero innecesario (por no decir impropio) para un narrador omnisciente limitado que asiste en tercera persona al desarrollo de los acontecimientos. Esta abundancia en la repetición de las manías compulsivas de Isaac, el protagonista, hace que la lectura sea en ocasiones algo tediosa, sensación que he contrastado con otros lectores de la novela. Sin embargo, Lapido tiene un don para sembrar inquietud, y gracias a él la novela mantiene el interés; cuando la trama finalmente avanza, cada diez o quince páginas, el lector agradece que ocurra algo fuera de la repetitiva cabeza de Isaac y prosigue con la lectura. Quizá para futuras obras la autora tenga presente que el estilo se construye, en parte, gracias a la repetición (lo dijo Kermode sobre Hamlet, entre otros), pero no mediante el hartazgo. Horror vacui satisfará a lectores de diversos géneros (detectivesco, de thriller, de fantasía), y también debe interesar a un lector de gusto más general, que hubiera finalizado feliz la narración si se le hubieran ahorrado cincuenta páginas de peces imaginarios.

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            La segunda novela de Nere Basabe (Bilbao, 1978), El límite inferior, descubre una narradora valiosa y cuya trayectoria conviene seguir en el futuro. La novela se desarrolla con soltura, quizá con demasiada linealidad y poca ambición argumental, pero esa debilidad es compensada por una honda expresividad plástica y por las dotes de la autora para dibujar personajes que despliegan poco a poco matices y sugerencias. Con algún detalle mejorable, como la presencia puntual de un anacrónico narrador moralista galdosiano que juzga a sus criaturas, Basabe tiene a su favor ser especialista en crear originales microclimas narrativos en lugares manidos y asolados por la narrativa como hoteles o bares, donde nos parece que ya no queda nada nuevo por decir: es muy significativo de sus dotes que ella sepa cómo hacerlo. También debe encomiarse su prurito documentalista, del que ponemos un ejemplo: los complejos cálculos de cimentación de estructuras descritos en la p. 164 son reales y están bien explicados (para saberlo hemos tenido que documentarnos, claro está); esto podría parecer un hecho anecdótico, y hasta cierto punto lo es, pero revela algo presente a lo largo de toda la novela: la pretensión inquebrantable de la autora de hacerlo todo de la mejor manera posible. En ocasiones este perfeccionismo eleva el tono de la novela mientras que en otras lo satura y paraliza, echándose de menos más rupturas de la secuencialidad y de la horizontalidad espacial del relato; no obstante, el resultado adquiere consistencia al avanzar y la parte final es simplemente brillante y repleta de hallazgos, realzando con brío unas historias personales que en otras manos no hubieran ofrecido más que costumbrismo.

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            Leer a Gopegui es un ejercicio de alto riesgo, una especie de deporte extremo en términos literarios. La razón reside en que es una de esas pocas voces actuales tras cuya lectura el lector ha cambiado. No es que haya dejado de ser quien era, por supuesto; pero se ha producido, necesariamente, una pequeña transformación durante la lectura, puesto que las peripecias de sus personajes nos obligan a asomarnos al mayor abismo concebible: quiénes somos y qué hacemos. Qué hacemos por nosotros, qué hacemos por nuestro entorno y que hacemos por los demás. Son muy pocos los escritores capaces de deslizar subrepticia y hábilmente esa pregunta de la mente del personaje a la mente del lector, pero Gopegui, con una refinadísima técnica disfrazada de falsa simplicidad de thriller, o novela de suspense o incluso de acción (discutible rúbrica bajo la que podrían acogerse sin dificultad Acceso no autorizado o El comité de la noche, novelas cuya etiqueta descriptiva es lo menos importante), traslada esas preguntas existenciales a quien penetra en los libros. Nos pone ante los ojos lo que no queremos ver porque, como dice uno de sus personajes, Carla, “escribir es traer de vuelta a los expulsados del presente” (p. 78). En la primera página de El comité de la noche alguien presenta las dos partes siguientes como documentos a punto de activarse. Pero es una añagaza de la autora, una trampa retórica: los que vamos a ser activados somos nosotros.

            De los muchos aspectos técnicos que podrían abordarse al hablar de El comité de la noche (y los literarios son sólo una pequeña parte de los aspectos reseñables), me ha interesado especialmente uno. No quiero desvelar la trama, pero en las últimas páginas da la impresión de que se descorre el velo que ha propiciado la suspensión de la credulidad del lector (no puedo ser más explícito sin reventar la novela, y quien la lea lo entenderá). La cuestión es que esa, final, es otra trampa técnica de Gopegui, que cada vez sofistica más sus elementos constructivos; en realidad esa crisis de la ficcionalidad, esa posición limítrofe entre relato y testimonio ya venía quebrada por la intervención de un personaje interesante, el “escritor fantasma” contratado por Carla para contar su historia. Es un personaje que me ha recordado mucho al detective de La soledad era esto (1990) de Juan José Millás. El motivo es claro: ambos protagonistas son personajes masculinos a los que una mujer que no conocen les encarga la redacción de un texto sobre ellas (un informe, un relato), con la condición de que introduzcan en él vivencias personales del redactor y el mayor grado de subjetividad posible. Es decir, son dos hombres solitarios y concienzudamente objetivos a quienes dos mujeres pagan para que dejen de serlo, a través de un texto escrito. Tanto en aquella novela de Millás como en esta de Gopegui el recurso funciona a la perfección; en ambas obras el relato subjetivizado se convierte en el punto de giro de la novela hacia otra cosa (el cambio de perspectiva intimista en aquélla, la crisis de la ficcionalidad en ésta), y en los dos casos las mejora y eleva, convirtiéndolas en piezas de relojería donde ambos narradores demuestran, en el punto cenital de su carrera (donde Gopegui está pero Millás hace tiempo, a mi juicio, que dejó de estar), su habilidad para contar historias con mecanismos creíbles y tan originales como poco estrambóticos y forzados.

            A estos valores hay que añadir muchos otros: la capacidad de dotar a los personajes de voz propia y singular, la capacidad de comprensión de las angustias humanas y encarnarlas de forma literaria, el mejor estilo posible perfectamente acomodado a las posibilidades expresivas de cada personaje, la facilidad con que se cuenta una historia compleja, la ética social del cuidado humano transformada en un cuidado de los personajes, evitando cualquier deshumanización, y un largo etcétera de dones que no sorprenderán a quien haya seguido la pista a una de las mejores narradoras vivas en castellano. El comité de la noche se convierte en el punto más logrado –desde mi personal y discutible punto de vista– de la trayectoria de Gopegui desde Lo real (2001), y la obra donde mejor ha logrado esa síntesis exquisita y terriblemente difícil al conjugar una obra semánticamente cruda, desasosegante, cívica, valiente y crítica con una potencia literaria demoledora.




[Relación con las editoriales: ninguna. Relación con Basabe, De la Cruz, Schweblin, Lapido, Gomez Glez, Morales, Sanz, Hernández y Pena, ninguna. Relación con Gopegui: cordial]



[1] Félix de Azúa, Autobiografía sin vida; Mondadori, Barcelona, 2010, p. 26.