sábado, 10 de mayo de 2014

La construcción del realismo fuerte en algunos libros de narrativa hispánica actual


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Hay dos tipos de realistas; el que cocina su patata con tierra y porquería para demostrar que verdaderamente es un realista, y el que la sacude y la deja bien limpia. Yo pertenezco a estos últimos.
Robert Frost

La realidad a la que me refiero es la misma que describió Hobbes, pero un poco más pequeña.
Woody Allen, Cómo acabar de una vez por todas con la cultura



Nicolás Cabral, Catálogo de formas; Periférica, Cáceres, 2014.
Elvira Navarro, La trabajadora; Literatura Random House, Barcelona, 2014.
Javier Sáez de Ibarra, Bulevar; Páginas de Espuma, Madrid, 2013.
Ray Loriga, Za Za, emperador de Ibiza; Alfaguara, Madrid, 2014.
Blanca Riestra, Pregúntale al bosque; Pre-Textos, Valencia, 2013.
Rodrigo Fresán, La parte inventada; Random House, Barcelona, 2014.
José de Montfort, Fin de fiestas; Suburbano Ediciones, edición  digital, 2014
Claudia Salazar, La sangre de la aurora; Estación la cultura / Animal de invierno, Lima, 2013.
Doménico Chiappe, Tiempo de encierro; Lengua de Trapo, Madrid, 2013.
Edmundo Paz Soldán, Iris; Alfaguara, Madrid, 2014.
Miguel Serrano Larraz, Autopsia; Candaya, Barcelona, 2014.
Luis Rodríguez, Novienvre; KRK, Oviedo, 2013.
Elvira Navarro, La ciudad feliz; Literatura Random House, Barcelona, 2009.
Federico Guzmán Será mañana; Lengua de Trapo, Madrid, 2012.
Coradino Vega, Escarnio; Caballo de Troya, Madrid, 2014.
Esther García Llovet, Mamut; Malpaso, Madrid, 2014.





En varios textos anteriores hemos ido avanzando la existencia de dos realismos narrativos perfectamente distinguibles: un realismo ingenuo, que considera que la realidad puede recogerse, desproblematizada, en la narración, y un realismo fuerte, que entiende que para hablar de la realidad hay que procesarla primero, hay que someterla a un contraste estético e ideológico y, en consecuencia, debe ser artificial si pretende parecer natural. En este post abordaremos una serie de novelas actuales y la construcción de su realismo (en principio, fuerte en todos los casos citados salvo donde se precise) a partir del asunto del punto de vista, esto es, examinando los narradores que utilizan esas novelas para contar la historia.

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El realismo está de moda. El documental tiene tanto prestigio y atención como el cine de ficción, y la gente acude en masa a ver las exposiciones de Ron Mueck o las plastinaciones de von Hagens. La televisión nocturna sobrevive gracias al reality-show. Vivimos el apogeo de géneros que tiran de la escritura literaria hacia la realidad: la autoficción, la crónica, la memoria novelada, la novela histórica, la autobiografía, los libros de viajes, etcétera. La fábula, la ficción, la invención, cortan sus alas y los personajes se ciñen a “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”, o a lo que pasa en la calle, según determinen Juan de Mairena o su alumno Pérez. Se considera –equivocadamente– escapista a lo fantástico. Se tolera más a la ciencia ficción, porque al menos tiene algún sustrato cientista. Los personajes narrativos se parecen mucho a sus autores, y tienen más o menos la misma edad. Se escribe sobre el barrio propio o alrededores. Los escritores protagonizan demasiadas novelas actuales. Demasiadas. Este escabroso tema lo dejamos para otro día. Escribe David Shields en Reality Hunger (2010) que, paradójicamente, mientras los relatos de no ficción –los telediarios, por ejemplo– son, cada vez más irreales, la ficción se nos presenta cada vez más como real, como realista, como basada en hechos reales[1]. Y el modelo de relato realista es la novela decimonónica, que “tendía a imponer la imagen de un universo estable, coherente, continuo, inequívoco, por completo descifrable” (p. 17). Es un poco el modelo del telediario, ¿no?

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Explorando los realismos existentes en la tercera década del XX, escribía Cyril Conolly que a veces era mejor utilizar una primera persona que una tercera al narrar, pues la primera permitía –poniendo un ejemplo de Isherwood– superar “las trabas impuestas por las convicciones de la ficción”, añadiendo que en la novela realista “el escritor debe amoldarse al lenguaje que comprende el mayor número de personas, al vernáculo, pero su talento como novelista aparecerá en la exactitud de su observación, la justicia de sus situaciones y la construcción de su libro (…) Es la construcción lo que convierte en sobresalientes obras como The Memorial, Passage to India y Cakes and Ale[2]. Con independencia de la opinión que uno tenga sobre las novelas de Isherwood, Forster o Maughan, creo que el criterio de Conolly es más que acertado. A estas pautas añadiría otra, señalada por Bordieu: “la estructura que organiza la ficción, y que fundamenta la ilusión de realidad que produce, se oculta, como en la realidad, bajo las interacciones entre personas que estructura”[3]. Distinguir los malos realismos de los buenos es tarea fácil desde esos parámetros, que aluden a la necesidad de cierta complejidad constructiva que, si me permiten, podría entenderse como complejidad armónica de la narrativa. Armónica no sólo en un sentido estético, sino de coherencia con la realidad científica sobre la que trabaja el autor, concepto este científico sobre el que se ahonda al final de este trabajo. La novela realista, en consecuencia, no plantea menos problemas ni demanda menos responsabilidad que una de cualquier otro modelo estético. El narrador realista debería hacerse, en 2014, varias preguntas antes de comenzar a escribir una novela: 1. ¿Es necesario que sea realista? (esto lo digo medio en broma, medio en serio). 2. ¿Qué tipo de realismo, dentro de los que me ofrece la tradición, debo escoger? ¿O acaso debo inventar un nuevo tipo de realismo? ¿Sí? ¿No? ¿Por qué sí? ¿Por qué no? 3. ¿Qué punto de vista sobre la historia va a adoptar el narrador (o narradores)? 4. ¿En qué persona/s verbal/es se expresará/n mi/s narrador/es y por qué? 5. ¿Qué tipo de lenguaje utilizará el narrador, y qué tipo de lenguaje usarán los personajes? (pregunta inoperante en los casos de homodiegesis narrativa, obviamente, cuando el narrador es a la vez uno de los personajes). 6. Teniendo en cuenta la cantidad de novelas realistas que se han publicado ya, incluso la semana pasada, ¿qué va a aportar la mía, qué trae de nuevo al mundo, amén de una realimentación de mi propio ego como autor?

Respondiendo a estas cuestiones con rigor y autoexigencia bastaría.

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Si la novela a finales del XIX dio un cambio radical por su pretensión de describir las emociones en un entorno espacial concreto, según defiende Fredric Jameson en The Antinomies of Realism (2013), a principios del siglo 21 lo que persigue la mejor narrativa actual –a mi personal y discutible juicio–, es la encarnación de esas emociones en un cuerpo y un entorno, pero añadiéndoles un lenguaje narrativo que trasluce un lenguaje psicológico, esto es: dotando al texto de la encarnación lingüística singular de un(os) modo(s) de pensar concreto(s), no sólo alusivo(s) al lenguaje utilizado por los personajes, sino también a la forma compositiva o estructural con que se cuenta la historia, a su lenguaje narrativo. El narrador entiende que la novela tiene un discurso y que sus personajes poseen el suyo propio, y que todos deben ser distinguibles entre sí y únicos (salvo que la identificación diga cosas, como veremos luego en un ejemplo), y que esos lenguajes deben cohonestarse con la psique de los caracteres, y que debe existir una armonía o una coherencia polifónica entre ellos (a menos que la distorsión y la inarmonía sean objetivos deliberadamente buscados por el autor). Y entiendo que esta encarnación lingüística sería, por supuesto, una especie de evolución natural del rastro que han dejado el monólogo interior de Artaud, Joyce y Woolf, el giro lingüístico del pensamiento durante el XX y la herencia de Beckett. Esto es algo que sucede en los mejores casos, es decir, en la mejor novela actual, sea cual sea su adscripción estética (tardomoderna, posmoderna, pangeica, etc.), y sea cual sea su aproximación estructural o técnica a la narración (esteticista, autoficcional, formalista, fantástica, realista, etc.).

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El realismo literario es un concepto que a todo el mundo le parece muy claro pero, como el tiempo, según la imagen de Agustín de Hipona, basta con que nos demanden una definición para entender su dificultad. A juicio de Darío Villanueva, que dedicó a este tema su monografía Teorías del realismo literario (2004), el realismo es ni más ni menos que el elemento central de la Teoría de la Literatura, ya que, a su juicio, determina el resultado de todos los demás (Terry Eagleton, desde un punto de vista similar, dice que muchos movimientos narrativos posteriores nacieron, precisamente, para solucionar los problemas que el realismo era incapaz de solucionar). El estudio de Villanueva parte de la Pragmática, rama semiótica dedicada al estudio de la creación literaria en lo tocante a su relación con los lectores; para el autor, en consecuencia, el concepto de lo que entendamos por realismo del texto está estrechamente imbricado con la recepción de lo que los lectores entiendan como tal, y el modo en que dirijan, intencionalmente, el sentido de lo presentado.

Los dos primeros capítulos del libro de Villanueva incluyen el examen de las categorías aceptadas de realismo literario, el genético y el formal. El capítulo central es una elaboración teórica del concepto de realismo para el autor, quien dedica los dos últimos a elaborar su teoría del realismo intencional, realismo que va calando, poco a poco, en los estudios literarios contemporáneos. La “falacia” conocida como realismo “formal” o estético es aquella que considera que la obra de arte está cerrada en sí misma y no hay realidad fuera de su realidad; el realismo “genético” o mimético sería el que considera el arte como mero reflejo de la realidad[4]. Para los realistas genéticos el arte es consecuencia de su tiempo y debe reflejarlo (teoría marxista del reflejo, de Lukács). Para los formales, el artista ocupa el lugar de Dios frente a su creación (Flaubert), compite por tanto con él (Steiner, Presencias reales), es la Naturaleza quien imita al arte (Wilde), y sus leyes no reproducen la realidad, sino que participan (Gombrich, Goodman) de la ilusión de la realidad. Frente a estos extremos, y buscando un punto de equilibrio, Villanueva defiende lo que llama el realismo intencional. No se trata de algo opuesto a los dos realismos superiores, sino que los engloba (cf. p. 139), teniendo en cuenta las relaciones entre los mundos externos de referencia de autor y lector, la intención de ambos, y el campo de referencia del “mundo posible” de la obra. Tiene esta construcción una clara deuda de las teorías de Iser, Gadamer y Scheleiermacher, en cuanto a la posición activa del lector en la creación de la obra de arte (un capítulo de The Implied Reader de Iser se titula “The reader and the realistic novel”). En todo momento intenta Villanueva encontrar alguna solución de consenso entre los esteticistas y los realistas más radicales, porque será infrecuente hallar gran literatura en los extremos. Si, a juicio de algunos, el formalismo puro es un arte desustanciado y hueco, no lo es menos que el realismo como “mera reproducción fotográfica” sólo produce, según Villanueva y con razón, “productos deleznables” (p. 59). Como dice Ángel Zapata en su estudio sobre Medardo Fraile, cuando la literatura realista “se arrima al fuego de lo testimonial” acercándose demasiado al documento, su único destino es “chamuscarse”[5]. Si el objetivo es representar una situación social exclusivamente como denuncia, sus valores serán sociales o éticos, pero no estéticos.

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Barbara y Michael Leisgen - Mimesis - 1972-73

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La trabajadora (2014), de Elvira Navarro, pone sobre la mesa numerosas cuestiones. En cuanto a su estética, podría denominarse realismo problemático, no en el sentido en que utiliza el término Fernando Castro Flórez para el arte contemporáneo (“donde se mezcla el sociologismo con las formulaciones casi hegemónicas de lo abyecto”[6], que nos pondría más bien en la órbita de un Bret Easton Ellis o de una serie como Dexter), sino de un realismo que, en todo momento, se cuestiona como tal, combatiendo esa “voluntaria suspensión del descreimiento” que Villanueva (p. 159), basándose en Coleridge, sitúa como base del realismo intencional del lector que desea sumergirse en el mundo ficcional. Navarro, más bien, desea despertar al lector, alertarle de su singladura por el mar ficcional, y por ello La trabajadora confronta, mediante una técnica realista muy artificial (en tanto construida y visible) los problemas de la abyección social, la abyección personal, y la opaca relación entre ambas abyecciones, expresándose mediante un artefacto narrativo muy consciente de serlo.

En algunas reseñas o menciones a La trabajadora he leído comentarios acerca de la provocativa “primera frase” de esta novela. Incluso la he visto reproducida como primera frase, cuando lo que se cita en realidad el segundo párrafo de la novela (el del cunnilingus con regla, etc.). Algo que me parece muy significativo, porque la primera frase real de la novela –que para algunos, en cuanto marca autorial de la misma, parece estar curiosamente fuera de ella–, dice así: “Este relato recoge lo que Susana me contó sobre su locura” (p. 11). Es decir: se oblitera el lugar donde se establece la estrategia retórica, que alude a la propia narración. Esta frase de apertura, simple en apariencia, esconde una vasta complejidad estructural: nos dice quién habla, configura como relato lo narrado, presenta a quien será el personaje central de la primera parte y secundario de la segunda, establece el tiempo narrativo (un presente, el del narrador, que remite a un pasado, el pasado de la confesión) y parece presentar una intención de verosimilitud, de transmitir documental o testimonialmente unos hechos. Nada menos. En una frase se levantan los mimbres de la “realidad especial” en que consiste, según el narrador de Pálido fuego, la operación literaria[7]. Como digo, es muy significativo que para algunos lectores no sea la primera frase de la novela, cuando debe ser una de las más importantes, por cuanto enseña los hilos. ¿Qué son los hilos? Lo dice José María Micó: “Aun en las genialidades de Unamuno o Pirandello, todo personaje literario es un títere, y el arte de un autor está en la mayor longitud de la suelta o en la pericia con que disimula los hilos”[8], y lo decía Mallarmé a partir de Poe: “ningún vestigio de una filosofía, ética o metafísica, se traslucirá; añado que la necesita implícita o latente”[9]. No hablamos del autor implícito de Wayne Booth, sino de las decisiones estéticas y estructurales del autor sobre su obra; éste decide si las muestra o si las oculta, pero el desiderátum es que hay que tenerlas siempre; no tenerlas, no tomarlas, es condenarse a la banalidad o al plagio involuntario.

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La ciudad feliz (2009), de la propia Navarro, compuesta por dos novelas complementarias, no fue de mi agrado por los insalvables problemas de voz y tono que le vi a la primera de ellas. En ningún momento me resultaban creíbles los chinos protagonistas, y las breves páginas en China estaban descritas de una forma que la localización podía ser cualquier lugar del mundo, y los personajes (éste era el mayor problema) se expresaban de forma canjeable por cualquier otra cultura, algo inapropiado al abordar un pueblo tan ancestral y característico. Cuando leí después los relatos agrupados en Muchacho de oro, muchacha esmeralda (Galaxia Gutenberg, 2013), de la estadounidense Yiyun Li, encontré la ambientación creíble y la construcción verosímil de personajes chinos que había añorado en la parte primera de La ciudad feliz. Sin embargo, su segunda parte, narrada en primera persona por Sara, era mucho más interesante y redonda porque enlazaba con las mejores cualidades de La ciudad en invierno (2007), de la propia Navarro: la construcción de una psique femenina infantil extremadamente compleja y poliédrica, que choca de frente con el mundo adulto después de conocer a un vagabundo.

No es casual que en La trabajadora Navarro haya escogido ese modelo, y su Elisa Núñez (lejano trasunto de la autora, sin llegar a lo autoficcional) hable en una convincente primera persona (también lo hace la Susana de la primera parte), construyendo uno de los personajes más creíbles y verosímiles de la narrativa creciente, precisamente porque en varios momentos duda sobre el estatuto de su voz (p. 95) y se revela al final el modo de creación de la misma. Más que metareferencialidad, que también la hay, lo que vemos es una reflexión metaética sobre la escritura. Damián Tabarovsky ha visto bien ese ejercicio de reflexión sobre el propio género: “La trabajadora es una novela que repiensa el realismo para subvertirlo, para expandir sus posibilidades expresivas, para llevarlas a un extremo. Entremezclando, con maestría, la historia íntima de dos personajes femeninos en la mediana edad, y los cambios urbanos, sociales y económicos de Madrid, termina siendo una poderosa reflexión sobre qué significa narrar en la crisis. Crisis moral y económica, por supuesto, pero también la crisis del género novela, el agotamiento de una forma que se ha vuelvo, casi, anacrónica” (aquí). Otro extremo interesante del libro de Navarro es que no ha caído en una de las aporías éticas en que cae, de cuando en cuando, el realismo que intenta ser además novela social, y que podríamos describir utilizando la frase de Walter Benjamin sobre cierta fotografía: “al transformar todo lo que la pobreza tiene de abyecto, lo ha convertido, a su vez, en un objeto de placer” (“El autor como productor”, 1934). Eso no sucede nunca en La trabajadora, novela que, como las de Belén Gopegui o de Isaac Rosa, es profundamente incómoda.

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Como incómoda y desasosegante es Escarnio (Caballo de Troya, 2014) de Coradino Vega, un remonte temporal a los comienzos de la crisis: no a 2007, sino a principios de los años 90, que es cuando se generaron las lluvias de las que han venido estos lodos. Descarnada, quizá demasiado despojada de estilo, la novela de Vega compensa su falta de complejidad literaria con una profunda complejidad sociológica, construyendo a la perfección un estrato social, sus opacos mecanismos de interrelación y creando el espacio simbólico para que el lector entienda su efecto posterior en la vida colectiva. Es la encarnación pura del conflicto, contada desde el punto de vista de un testigo privilegiado, que sufre en sus carnes las consecuencias de lidiar con los poderes más o menos visibles.
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La realidad no es verosímil. Observemos lo que sucede en Tiempo de encierro (2013), la última novela del peruano afincado en España Doménico Chiappe. Es una novela con detalles excelentes, estructurada con tino y bien pensada, con personajes creíbles y construidos con carácter. Pero puede reprochársele una tacha o tara en varias páginas, cual es, precisamente, la parte más realista de la novela, aquella donde Tiempo de encierro retrata o deja constancia de las graves desigualdades sociales que acucian a España a raíz de la crisis económica. Tema que no es ni malo ni bueno, ni va a mejorar o empeorar ninguna novela de por sí, pero que implica –justo por su actualidad y por su trascendencia ética, que debe rehuir tratamientos superficiales o apresurados–, graves decisiones a la hora de plantear el esqueleto novelesco. El personaje de la editora me parece magistralmente creado; las primeras páginas de esta novela deberían ser utilizadas en los talleres narrativos como ejemplo de introducción de un personaje femenino desde su corporalidad física. Hasta ahí, bien. El problema viene cuando Chiappe intenta embutir la realidad con calzador, cuando la editora –convirtiéndose de súbito en uno de esos narradores del XIX que opinaban moralmente sobre lo que contaban, de forma censurable[10]– comienza a hablar con el concepturus del que está embarazada de dieciséis semanas, y lo hace en voz alta (para que el lector pueda escuchar su pensamiento) de esta manera:

El periódico no dirá nada sobre Lucas. Solo leeré la misma histeria financiera que ha logrado convencernos de que no hay más alternativa que la que imponen quienes se dedican a multiplicar el capital con la complicidad de quienes están en la administración de lo público. Traidores que imponen la resignación.[11]

A mí esta brusca, inoportuna y casi panfletaria aparición de lo real en la novela me sacó por completo de ella. Lo real la volvió inverosímil. La narración, el personaje, temblaron y amenazaron con deshacerse. ¿Por qué? Siguiendo la óptica de Étienne Balibar, Pierre Macherey y Fredric Jameson, Eagleton explica que el modo de acoger en una obra los problemas ideológicos y sociales es a partir de cierto desplazamiento dirigido a procurar un ámbito controlable de conflicto: “se puede hablar (…) de este tipo de problemas en la medida en que están ‘formados en la materialidad del texto literario’; solo en la forma en la que el texto los organiza en un subtexto que, además, es también objeto de sus operaciones”[12]. Pero en varias páginas de Tiempo de encierro los problemas no están enunciados, sino denunciados. El contexto ha sustituido al texto. Queda claro, incluso por la nota final, que la de Chiappe es una novela de tesis, de combate; la opción es legítima, aunque también es legítimo que el lector prefiera otra cosa. Por ejemplo, me gustó más el modo de hacer literatura política de Chiappe en una novela anterior, Entrevista a Mailer Daemon (2007), donde lo político –que también era el núcleo de la narración– se integraba perfectamente en una forma narrativa: la distopía, que es la forma política por excelencia de la narrativa (en el sentido de que la distopía es política siempre, no puede no ser archipolitizada). Hay, pues, formas de hablar de los mismos temas esquivando ese peligroso filo; hay muchas técnicas para hacerlo, la más esencial es encarnar la realidad en vez de abrirle la puerta. Chiappe usa alguna de ellas más adelante: remitir a un cuento alojado en Storify, hacer la écfrasis del vídeo de un desahucio, incardinar historias dentro de la historia al modo cervantino. Creo que lo que me choca de su última novela es que Chiappe ha utilizado, a la vez, los dos realismos descritos por Robert Frost: casi siempre encuentras la patata limpia pero, de cuando en cuando, comes algo de tierra. Tiempo de encierro es una novela valiosa y valiente, que hubiera ganado mucho conteniendo ese empuje hiperrealista, justamente indignado, para no hacer olvidar al lector en algunas páginas que, amén de una denuncia, está leyendo, ante y sobre todo, una ficción.

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 Barbara y Michael Leisgen - Mimesis - 1972-73

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“De hecho, se suelen confundir novela ‘realista’ y novela ‘social’, como si el tratamiento de una cuestión social, o sea de una plaga social, como la violencia de género por ejemplo, garantizara el ‘realismo’ de una obra”; explica con acierto Amélie Florenchie, en la introducción a un interesante monográfico sobre el realismo español. La novela de Chiappe comienza con el 15M y la novela del mexicano Federico Guzmán Será mañana (2012) termina con el 15M; ambas abordan temas sociales y recogen el sentimiento latente de frustración de la ciudadanía. Ambos lo hacen con términos explícitos y cargados de dureza. Sin embargo, la novela de Chiappe es realista y social, mientras que la de Guzmán, que es pura literatura fantástica –donde el personaje puede crecer 30 años durante una sola noche y es inmortal mientras se dedique a la revolución–, es una novela social, pero no realista. Un viaje de estudios (autoedición, 2014), del joven Carlos González Fuertes, que también toca el 15M, sería una novela realista de corte conductista que también es, además, novela social.

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En su último volumen de relatos, Bulevar (Páginas de Espuma, 2013), el habilidoso Javier Sáez de Ibarra lleva a cabo una compleja operación de reducción estética que ambiciona algo parecido a lo que comenta Jameson en cuanto a la reconstrucción emocional de los personajes, y también algo similar a lo que pretende Navarro en cuanto forma intelectualizada por autoconsciente de realismo. Es un ejercicio carveriano de menos es más que acaba descubriendo que menos sólo es más cuando es más. En el relato “Manda aquí”, irónica y brillante reflexión sobre el bastimento del estilo literario para que flote a través de la galerna de los juegos de poder textual, se observa a la perfección que, pese a lo advertido en el prólogo del libro, Sáez de Ibarra no desea eliminar la retórica literaria de sus relatos sino, más bien, explicitarla para poder desmontarla a gusto, mostrar el juego para desactivarlo, adjetivo por adjetivo y metáfora por metáfora, hasta lograr una especie de grado cero barthesiano de la literatura en el que las emociones se muestren por sí mismas. Es fácil rastrear la honda tensión que ha sufrido Sáez de Ibarra al renunciar a lo “literario”, su terreno natural, y algunos puntos de rotura de Bulevar evidencian que su pulsión es la inversa, dando la razón a Piglia cuando dice que “la literatura es un trabajo con la restricción, se avanza a partir de lo que se supone que ‘no se puede’ hacer”[13]. Es un intento atrevido el de Sáez de Ibarra y no todos los relatos tienen la misma eficacia, cayendo algunos en lo convencional (“Sacar al perro”) y otros en lo naif (“No se acaba nunca”), aunque dentro de un conjunto radical, valiente y valioso que recuerda –aunque no llegue a su altura– al notable Mirar al agua (2009), al que nos hemos referido en La literatura egódica.

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En ese mismo ensayo –discúlpenme las citas propias, pero uno escribe libros de teoría literaria precisamente para tener un sistema desde el que analizar otros libros– describo lo que llamo autonovela, unión de autoficción y metanovela. A ese subgénero, que también cuestiona los límites del realismo, se unen ahora las últimas obras de Blanca Riestra, Pregúntale al bosque (2013), y Miguel Serrano Larraz, Autopsia (2014).

Escrito, según partes, en primera, segunda y tercera persona, Pregúntale al bosque es una variante de la auto-escritura o escritura del sí, muy tamizado por la aparición de la experiencia literaria en la adolescencia de la narradora y transido por la presencia autoconsciente de lo literario a lo largo de todo el libro. En cierto momento se explicita la forma autonovelesca de Pregúntale al bosque: “Había prometido no escribir nunca sobre sí misma o hacerlo, pero sólo mientras hablaba de los otros. (…) Y ahora, sin embargo, ¿qué le ocurre? Ella piensa que lo peor de lo autobiográfico es que revela la ruindad, la persistencia del deseo incumplido, terco, que se estrella contra la superficie de las cosas hasta romperlas en mil pedazos. (…) En el fondo es la historia de lo que no pudo contar (…) el cuento que ella se cuenta a sí misma, cuando trata de explicarse lo que es”[14]. Por supuesto, esta confesión a sí misma va dirigida en realidad al lector, o al menos tiene en cuenta al destinatario, de forma que traiciona lo confesional al publicitarlo –dentro de una tradición que se remonta a las Confesiones de Agustín de Hipona o las de Rousseau–, en tanto que explicita lo que tiene de no-confesional, de revelación entregada a cualquiera (a cualquier lector). Esa traición genera de inmediato las dudas sobre la verosimilitud de lo narrado, sobre su realidad: ¿qué otra cosa dejaba caer el narrador de la novela de Mann Confesiones del aventurero Félix Krull?: “Por otra parte, estoy decidido a redactar mis confesiones con entera sinceridad, sin temor a que se me reproche vanidad o descaro. Pues ¿qué valor y sentido moral podrían atribuirse unas memorias que no hubieran sido narradas con la más estricta veracidad?”[15]. Y después de recordarse/recordarnos tal arenga acerca de la sinceridad debida, el narrador continúa con su fábula completamente inventada.

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Uno escribe “lo falso”, oyendo skateboards,
y lo pega en un sticker amarillo
sobre el zumbido del refrigerador.
El otro de dos espera lo verdadero
en las puertas de un parque temático.
(Rafael Espinosa[16])

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En Autopsia, la narración autoficcional se encuentra con la metaficción, pues el libro hace referencia a sí mismo y a su construcción en varios momentos. El realismo de Serrano Larraz se analiza a sí mismo y se hace la disección, usando el “estilo forense” autonovelesco al que aludíamos en La literatura egódica, y no duda en mostrar sus tripas al lector: “ahora me veo intentándolo otra vez, trazando un argumento, imaginando la estructura, eligiendo la voz narrativa y seleccionando detalles que doten a la historia de verosimilitud, definiendo personajes y epifanías (…) veo o imagino a un personaje haciendo algo, y el personaje siempre soy yo, y me encuentro pensando qué hora es en el relato, qué tiempo hace, pormenores que hay que introducir”[17]. Las mejores autonovelas, ya lo decíamos en el mismo lugar, son aquellas que demuestran crítica y dureza ante el personaje-escritor y frente a la misma narración, evitando el melancólico engolamiento auto-progagandístico (egolamento, podría llamarse) en que suele caer la autoficción peor entendida. Serrano Larraz evita con elegancia ese peligro, al mantener una mirada inclemente sobre ese “Miguel Serrano” que tiene elementos suyos y elementos de ficción, y escribe una obra generacional pero política, realista pero consciente de los límites de su representación, y nostálgica pero escrita con buen estilo y brillantez reflexiva. Por eso su autor ha podido declarar recientemente en una entrevista que la novela no ha muerto, sino que “la que ha muerto es la novela decimonónica”, y ha demostrado que se puede hacer un realismo fuerte del siglo 21.

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“(…) ¿habrá algo más irreal que el llamado realismo? Esos cuentos y esas novelas con un tempo dramático y un orden de los acontecimientos perfectamente calculados y administrados. Como Madame Bovary. O el orden prolijo y el tempo preciso de casi todas las novelas policiales. Pero la realidad no es así. La realidad es indisciplinada e imprevisible. La realidad es auténticamente irreal… De hecho, cada vez que decido sumergirme en esas grandes trilogías o cuartetos o quintetos o septetos decimonónicos, lo que yo hago es socavar ese falso realismo –como el de esos cuadros cuyo único objetivo es, en vano, ser lo más parecido que se pueda a una fotografía– leyendo los diferentes volúmenes fuera de orden”[18]; escribe Rodrigo Fresán en su monumental La parte inventada (2014). Fresán recoge aquí un argumento similar al del filósofo Jacques Rancière: el realismo provoca la indistinción de las cosas, al hacerlas todas representables por igual, “y ese ‘igualmente representable’ es la ruina del sistema representativo[19]. Sin embargo, el propio Fresán utiliza un rescoldo decimonónico, esa aparición de un narrador divino y omnisciente, encarnado en El Escritor, capaz de decir: “Dios soy yo. El Dios particular de todos ustedes. Tú incluido. Y seguro que ya lo notaste un poco. Yo dentro de ti. En tus pensamientos. (…) Radiohead en tu cabeza que ahora no es otra cosa que una radio que yo sintonizo a voluntad y en la que intervengo” (p. 407). Como el Unamuno que confiesa en Niebla: “yo soy el Dios de estos dos pobres diablos nivolescos”[20]. A pesar de que Flaubert, Valéry y T. S. Eliot recomendasen al autor disolverse detrás de la obra como Dios tras su creación, Fresán utiliza “la más singular y primerísima de las terceras personas” (p. 546). Pero pese a estas y otras numerosas contradicciones de El Escritor, es obligatorio leer la vasta y por momentos magnífica novela de Fresán.

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Barbara y Michael Leisgen - Mimesis - 1972-73
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Eloy Fernández Porta señaló, justo antes de que la crisis comenzase, que “el realismo tiene un tema (la épica de la clase media)”[21]. Propuesta de trabajo: preguntarse si la clase media española de 2007 se ha convertido, tras siete años de pertinaz recesión, en el bajoproletariado o cuasilumpenproletariado rescrito y retratado por Elvira Navarro en el 2014. Material complementario: “Nuestro apartamento en Benicássim es un noveno, con terraza a la zona comunal, donde la piscina. Está en tercera línea de playa. Lo compró mi padre en los años noventa (cuando todavía la gente normal, trabajadora y decente de Castellón podía comprarse apartamentos en la playa)”; J. S. de Monfort, Fin de fiestas; Suburbano Ediciones, edición digital, 2014, s/p.

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Una de las novelas realistas que más me ha gustado últimamente es Iris (2014), del boliviano Edmundo Paz Soldán. Imagino la sorpresa en algunos rostros lectores: “Iris es una novela de ciencia ficción que sucede en un futuro lejano”, me dicen. Exacto, así es. Una distopía de ciencia ficción, para ser exactos, como Limbo (1952) de Bernard Wolfe, novela con la que guarda varios puntos en común. A pesar de describir un territorio imaginario, un tiempo futuro y un idioma o neolengua propia, me parece que algunos conflictos armados donde está involucrado el ejército estadounidense están contados a la perfección, y así lo ha revelado el autor en alguna entrevista. Iris describe un conjunto de soldados que acaban perdiendo el norte de su misión y se convierten prácticamente en máquinas sistemáticas de matar. Gracias a la distancia puesta por Paz Soldán frente al conflicto “real” o histórico podemos entrar en él con toda eficacia, y se nos permite entender lo que sienten los soldados con mucha más precisión y acierto que un documental o que una película “realista” como The Hurt Locker (2008) de Kathryn Bigelow. La guerra no está “descrita” ni “recreada”, por Paz Soldán, está construida para que el lector se sienta tan brutalmente dentro de ella como si se tratase de un recuerdo propio, que deja su proporcionado “shock post-traumático”. Hay una cita del narrador Junot Díaz sobre el realismo que viene aquí más a cuento que nunca:

La llamada literatura realista es muy limitada a la hora de explorar ciertos problemas. En mi opinión, el realismo, como estrategia narrativa, falla miserablemente a la hora de explicar circunstancias como, pongamos por caso, una guerra civil, situación en la que se destruye el tejido cívico de la sociedad. Por la herida que deja abierta una guerra civil se escapan emanaciones fantasmagóricas muy difíciles de atrapar. El realismo no sabe qué hacer con eso. Es incapaz de captar las dimensiones más sutiles de todo un entramado de emociones fugitivas, sentimientos espectrales que se producen en situaciones históricas extremas. Lo mismo ocurre con las novelas de dictadores. Si se escriben en clave realista, no logran atrapar el fondo de terror, lo más problemático de las heridas que abren las dictaduras.[22]

Esas “emanaciones fantasmagóricas” sobre las que el realismo no puede trabajar son el centro cabal de Iris y constituyen su parte más rica y acertada. El terror puro de los soldados por no saber si una bomba los despedazará en las próximas horas[23] deja abiertas las puertas a la superstición: los espectros de Xlött, ese dios subterráneo y cruel al que temen los habitantes de Iris; las promesas del Advenimiento y su efecto sobre los ciudadanos y sobre los soldados invasores, las oscuras dudas de éstos respecto a su misión y su fidelidad a SaintRei, su tierra, se adhieren al lector e impregnan de sustrato mítico su experiencia de lectura, logrando que la brutalidad militar se entienda como parte de un sentido: el del sinsentido como propósito, el de la ausencia de finalidad ética como móvil buscado por los superiores para quitar toda humanidad al guerrero, dejándolo devastado y a merced de las órdenes. Paz Soldán muestra cómo en esas condiciones el soldado queda pasto del pavor (“el vacío nos desbarataba. Nos venía el susto”, p. 137) y del temor reverencial a cualquier extraño (de inmediato considerado hostil), y comienza a eliminar a los irisinos a la menor provocación primero y ya sin contención alguna después. [Curiosamente, ya redactada esta nota, Paz Soldán dice en una entrevista que “la ciencia ficción será un nuevo realismo”, en sintonía con el último capítulo de The Antinomies of Realism de Jameson].

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“El realismo desnudo de explicaciones conduce a la abstracción; resulta ambiguo igual que la vida humana” [Javier Sáez de Ibarra, Bulevar, op. cit., p. 203]. “Si es verdad social o conocimiento lo que queremos del realismo, pronto encontraremos que lo que conseguimos es ideología; si es belleza o satisfacción estética lo que estamos buscando, pronto hallaremos que debemos vérnoslas con estilos desfasados o mera decoración (si no distracción)” [F. Jameson, The Antinomies of Realism, p. 6]. Construir una novela realista ingenua, que no se cuestiona debidamente su acercamiento al fenómeno que observa, puede llevar al mismo lugar en el que se encontró el doctor Pablo Barreto (un personaje secundario de Ximénez, del colombiano Andrés Ospina), “quien renunció a la medicina al dedicarse de lleno a construir un avión, utilizando como taller el patio de su casona, encerrado entre paredes, por lo que nunca pudo probar si su invención se elevaba”[24].

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Para entender de un vistazo el brutal choque de tiempos, el insuperable y bochornoso kitsch que supone aplicar sin el debido ajuste en un siglo las técnicas artísticas de siglos ya lejanos, puede ponerse un ejemplo artístico que viene como anillo al dedo:


Eso sí, sancionado por el mercado, porque los nostálgicos sin gusto ni información pero con poder adquisitivo abundan.

El realismo decimonónico es la infancia de la novela moderna, y volver a esas lecturas, como apunta Fresán en la segunda página de La parte inventada, es volver al pasado, a nuestra infancia tardía de lectores, a la pubertad de la novela, a la inmadurez de la narrativa, antes de que llegasen la adolescencia de Woolf, Proust, Musil y Joyce, o la madurez de Faulkner, Murdoch, Beckett, Gadda o Pynchon. Por eso cabría decir, como el Rousseau de La nueva Eloísa (1761, V, 1), en memorable frase que retomaron el Schopenhauer de El mundo como voluntad y representación y el Kant de Contestación a la pregunta: ¿qué es la ilustración?: “Sors de l'enfance, ami, réveille-toü”. O “réveille-toi”, se diría hoy. Pues eso. Amigo, sal de la infancia y despierta.

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Las formas de evitar el realismo ingenuo pueden ser, como estamos viendo, numerosas y van creciendo conforme los practicantes del realismo fuerte afinan sus procedimientos. Y aquí es donde resulta capital la construcción del narrador, el enfoque intencional y la elección del punto de vista y su altavoz narrativo. Lo habitual es dar la voz narrativa a un personaje que cuenta la historia desde dentro (que Genette llama homodiegético), cual sería el caso del Joan-Marc de Divorcio en el aire (2013) de Gonzalo Torné, el protagonista de Escarnio, de Vega, o del hábil “nosotros” que utiliza Isaac Rosa en La habitación oscura (2013), caracterizados por un límite de conocimiento sobre la historia que no tiene el narrador omnisciente decimonónico, amén de preñar de saludable subjetividad –la del personaje, no la del autor– la obra. Otra posibilidad es dejar zonas de enigma o de penumbra en la historia, partes sin resolver, como hace Sara Mesa en Cuatro por cuatro (2012), con el fin de materializar la evidencia de que el narrador no puede llegar a conocer toda la historia, ni la psique entera de varias personas. Una tercera es el recurso a lo distópico o a la ciencia ficción; una cuarta sería el apoyo en géneros que ya reconocen su acceso parcial e interesado a la realidad, como el “reportaje gonzo” que practica Robert-Juan Cantavella en algunos cuentos de Proust Fiction (2005) o en El dorado (2011). La quinta vendría constituida por la autoficción, que, a pesar de su tendencia a constituirse en plaga, sigue siendo interesante como limitación de la omnisciencia cuando hay autocrítica, según el modelo de Miguel Serrano Larraz en Autopsia (2014), que ronda el modelo también autocrítico de Summertime (2009) de John M. Coetzee. La sexta posibilidad atenuadora de la omnisciencia realista es una de las más antiguas y elegantes: presentar al narrador como no fiable, como alguien consciente de que su testimonio o relato puede no ser del todo veraz, como el Cide Hamete Benengeli cervantino, el narrador del Ulysses a juicio de Seymour Chatman, o el narrador de La invención de Morel (1940), convenientemente puesto en tela de juicio por una nota al pie del falso “editor” del libro (Elvira Navarro utiliza este tipo de argucia, véase La trabajadora, p. 14). La séptima sería un narrador omnisciente limitado mediante el “modo cámara”, narrando lo que pasa sin entrar apenas en la psique de los personajes, dejando que sus actos y palabras expresen su personalidad; este modelo conductista es utilizado por Esther García Llovet en su cinematográfica y eficaz novela Mamut (Malpaso, 2014), una historia plástica y demoledora que gustará a los amantes de Cormac McCarthy y Bolaño o del cine de Nicholas Winding Refn. La octava sería la construcción mediante narradores diversos, que dan una perspectiva polifónica (si son además protagonistas de la historia) o poliperspectivista a la narración, como hace Nicolás Cabral en Catálogo de formas (2014) o la peruana Claudia Salazar en La sangre de la aurora (Animal de invierno, Lima, 2013), una nouvelle diestra y contundente sobre la terrible violencia en Perú de los años ochenta. Me ha gustado mucho el juego de narradores de esta obra de Salazar, que a veces alterna diversos puntos de vista sobre ciertos hechos, en vez de privilegiar uno, y a veces cuenta tres veces el mismo hecho, con tres protagonistas distintas, para recalcar su abyección. También es hábil el juego de narradores utilizado en La sangre de la aurora para ampliar las perspectivas: varios monólogos alucinados, un relato en segunda persona sobre una campesina, otro en primera persona sobre una revolucionaria, y una crónica en tercera sobre la trama militar, dándonos la impresión de que el poder no merece una mirada humanizada sino el distanciamiento despectivo de la crónica.

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Escribe el mexicano de origen argentino Nicolás Cabral: “Mi padre, el Arquitecto, como se le conoce, comenzó, al regreso de uno de esos viajes, uno de los últimos, ahora recuerdo, a esbozar una idea de vivienda, un ensayo original de realismo en la arquitectura, según decía, donde establecería, añadía, una relación dinámica entre ejes y proporciones, y que le ocupaba largas noches, de las que emergían planos para mí incomprensibles que, sencillamente, mostraban una caverna”.[25]

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La excelente novela de Nicolás Cabral no es realista del todo, ni irracional por completo: hay una sabia mezcla de elementos, raíces y lenguajes. La historia del Arquitecto (inspirada en Juan O’Gorman, autor de la Biblioteca de la UNAM) es también una lucha de contrarios y opuestos –como los murales de O’Gorman– donde la estética realista y lineal de Le Corbusier se opone a la de Frank Lloyd Wright, y en la que el lenguaje encarna la división psíquica del protagonista. La novela –no lineal, polifónica– se vuelve irracional cuando el Arquitecto pierde la cordura, momento que Cabral representa gracias al agudo empleo de un monólogo interior beckettiano, descompuesto, alucinado. Es uno de los ejemplos más claros de esa “encarnación lingüística singular” de la que hablábamos al comienzo del texto, como indicio de realismo contemporáneo fuerte. Desde otro punto de vista, la estructura de Catálogo de formas responde al demencial rigor cartesiano del Arquitecto y su pulsión matemática: toda la novela está compuesta por breves capítulos de 310 a 333 palabras de extensión. De modo que la obra es estructural y lingüísticamentem, una trasposición de la psique (p. 58) del Arquitecto, y como ella terrible, oscura, contradictoria, fascinante.

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“Casi al final de su amena autobiografía, significativamente llamada Autorretrato, el brillante y versátil Man Ray (1890-1976) relata su incapacidad para responder al requerimiento de una niña, que, tras mostrarle un cuadro donde reproducía con la equívoca exactitud de un trampantojo una naturaleza muerta, le espetó que le gustaba mucho, pero que deseaba saber por qué quería tener dos cosas iguales”[26].

Quizá era una Girl with curious hair, una niña con el pelo raro. Yo era una niña de siete años, se titula una obra de 2005 de César Aira.

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Si alguien quiere enseñar en un taller literario cómo hacer realismo literario fuerte en el siglo 21, le recomiendo que utilice como manual la portentosa novela de Luis Rodríguez, Novienvre (KRK, 2013), una lección en sí misma de posibilidades y variedades narrativas que, pese a su vocación metanoica, mantiene un estilo medio perfectamente reconocible. Comentando aquí la primera novela del autor, La soledad del cometa (2009), decíamos que era antimoderna, “no en el sentido de Compagnon, sino en el de Cioran. Su posición es la de la duda y la destrucción. Tiene razón el editor cuando apunta que esto no es realismo sucio ni novela social actualizada. Yo hablaría de realismo nihilista. Ese realismo nihilista sigue rezumando óxido en Novienvre, título que habla de la errata de la existencia, como apunta Ricardo Menéndez Salmón en su prólogo (una errata metafísica à la Steiner), pero también de la errata que es la palabra exacta, le mot juste, en un mundo de discurso desarticulado y mal escrito. Luis Rodríguez es una especie aparte de escritor, una exquisita rareza que no se parece escribiendo a nadie, ni siquiera a sí mismo, porque Novienvre es muy diferente a La soledad del cometa, más juguetona dentro del horror, más imprevisible dentro de lo fatídico, y derrocha vida en el centro de la muerte, como un niño jugando en un sepelio.

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Esto lo expresé hace tiempo, pero lo mantengo, palabra por palabra, añadiendo alguna acotación porque es una cita descontextualizada: “una literatura realista [ingenua, no fuerte] implica un modo determinista y newtoniano de contemplación del mundo que está desfasado desde hace un siglo y medio. Pero no hablamos de una moda que haya devenido anacrónica y pueda volver en el futuro (a lo que quizá podrían aferrarse para continuar en la estética que genera). Hablamos de un sistema que ha sido revocado, destrozado, anulado, y cuyas consecuencias epistemológicas ya no pueden sostenerse, del mismo modo que son inaplicables ya el sistema cosmológico geocéntrico o el antiguo adagio, anterior a Servet, de que la sangre no circula por el cuerpo. El sistema determinista, que siguen sin saberlo los poetas realistas [ingenuos], implica: 1. Que hay una realidad exterior (y, por tanto, opuesta o diferente a la interior). 2. Que esa realidad puede ser conocida por un observador cualquiera. 3. Que por tanto, ese observador puede comunicarla mediante el poema. 4. Que el lector va a entenderla de la misma manera que ha sido expresada y, por tanto, el conjunto fenoménico de 1 va a permanecer inalterado e idéntico a sí mismo en 4. [Lo cual movería a risa si no moviese antes a estupefacción] (…) Intento decir que no podemos dar por auténtica o única una línea clara en la poesía cuando nos encontramos dentro de un mundo casi impenetrable de puro ambiguo, al que nos enfrentamos desde un núcleo personal deslavazado, antagónico, contradictorio, lo que tiene una indudable influencia sobre nuestro sistema de conocimiento, sustentado sobre bases especulativas que están en crisis, como ha señalado Michel de Certeau, y que ponen en tela de juicio el paradigma parmenideano de identidad entre pensamiento y ser, por el que tantos siglos se ha regido la filosofía[27]. No son pocos quienes piensan que el lenguaje tiene exacta correspondencia con lo real, o que el sujeto cartesiano es aún firme e inequívoco, sin tener en cuenta que del cartesianismo como estructurador de la ecuación consciencia / inconsciencia humanas, sólo pueden derivarse errores, como demostró John Searle”[28].

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Es verdad lo que digo, cada
palabra, dice del poema la lógica
del poema. Condición
de real al margen de lo real.
Lo real dice yo siempre en el poema,
miente nunca, así la lógica.
(Olvido García Valdés[29])

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Una novela que no escapa a los peligros de la visión omnisciente convencional, a pesar de pretenderse disparatada, es la última obra de Ray Loriga, Za Za, emperador de Ibiza (2014), muy conservadora desde el punto de vista estético, a pesar del baño posmoderno de drogas felices y decadente brillantina ibicenca. La historia, que recuerda bastante a la película de los hermanos Coen The Big Lebowski (1998), pues ambas muestran a un alelado envuelto en una historia conspiranoica que le supera y le utiliza como mero instrumento, es puro pasatiempo contado con un estilo desconcertante. Loriga deja el relato en manos de un narrador en tercera persona tan predecible en su autoconciencia (nada jocosa, by the way) como condescendiente con la historia, salpimentada constantemente de chistes sin gracia y digresiones sin chispa. La novela mejora un poco hacia el final, cuando una vuelta de tuerca inesperada obliga al personaje a replantearse lo que ha vivido pero, por desgracia, no obliga al lector a cuestionar lo leído. Plasticidad, imaginación y ritmo no le faltan a Loriga, porque quien tuvo retuvo; pero nos da la impresión de haber accedido a una historia contada desganadamente por un narrador omnisciente emporrado, que se ríe cuando no debe, algo muy molesto para quienes escuchan sin tener el mismo cuelgue.

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“Salen a lo que hay ahí fuera: la noche polar. El cielo silvestre y púrpura, tanta oscuridad en lo negro que es como si Junot la viera por primera vez y fuera consciente de la materia del mundo, de las cosas precisas, enteras, hechas una detrás de otra. La realidad.”; Esther García Llovet[30].

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Por si se necesitaba algún elemento más contra el realismo ingenuo como planteamiento narrativo, ahí tienen el interesantísimo y a la vez terrible estudio de los neurocientíficos del MIT Jason Fischer y David Whitney, que en el último número de Nature explican cómo el cerebro crea un campo de continuidad para percibir el entorno. Esto implica que el cerebro establece un retraso de 10-15 segundos desde que el estímulo es percibido, tiempo durante el cual elabora una imagen media de lo visto durante ese lapso temporal. Los neurocientíficos utilizan deliberadamente expresiones como montaje y filtros para explicar cómo el cerebro trabaja como una especie de mesa de mezclas con lo que percibe para luego crear la película de lo que vemos. This is surprising because it means the visual system sacrifices accuracy for the sake of the continuous, stable perception of objects, dicen Fischer y Whitney. Algo que habían sostenido también el neuroquímico Pierre Changeux: “No hay, pues, percepción ‘absoluta’, sino una reconstrucción del color, como, de manera general, del mundo exterior, por el cerebro”[31] y el físico cuántico David Deutsch: “hasta la última brizna de nuestro conocimiento –incluyendo nuestro conocimiento de los mundos no físicos de la lógica, las matemáticas y la filosofía, así como de la imaginación, el arte, la ficción y la fantasía– está codificado en forma de programas para la representación de esos mundos en el generador de realidad virtual que es nuestro cerebro”[32]. En estas condiciones, si nuestro propio modo de razonar como seres humanos inteligentes evita estructural y biológicamente la precisión, si debemos programar nuestra percepción, ¿qué sentido tiene intentar recuperarla mediante una operación narrativa falsaria, mediante la burda y arbitraria reconstrucción de algo que nunca ha existido de la forma ingenuamente retratada?

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Con todo esto no atacamos lo real, ojo, ni negamos que exista, pues no somos posmodernos. Sólo decimos que el tratamiento de lo real requiere de elementos correctores, de herramientas literarias dirigidas a la verosimilitud, que partan de la base filosófica de que quien las utiliza es consciente de esa dificultad de  reconstrucción. Y de que es una construcción, claro. No la realidad, sino la literatura:

“Empiezo a entrever lo que yo llamaría el ‘tema profundo’ de mi libro. Es, será, indudablemente, la rivalidad entre el mundo real y la representación que de él nos hacemos. (…) La resistencia de los hechos nos invita a trasladar nuestra construcción ideal al sueño, a la esperanza, a la vida futura, en la cual nuestra creencia se nutre de todos nuestros sinsabores en ésta. Los realistas parten de los hechos, acomodan sus ideas a los hechos. Bernardo es un realista. Temo no poder entenderme con él”; André Gide, Los monederos falsos.[33]





[1] D. Shields, Reality Hunger. A manifesto; Penguin, New York, 2010, p. 63.
[2] Cyril Conolly, Enemigos de la promesa (1938), Obra selecta; Lumen, Barcelona, 2005, p. 133.
[3] Pierre Bordieu, Las reglas del arte; Anagrama, Barcelona, 1995, p. 35.
[4] D. Villanueva, Teorías del realismo literario; Biblioteca Nueva, Madrid, 2004, p. 41.
[5] Ángel Zapata, “La ternura del nómada (Una introducción a la poética de Medardo Fraile)”, en Medardo
Fraile, Cuentos completos, p. 11.
[6] Fernando Castro Flórez, Mierda y catástrofe; Fórcola Ediciones, Madrid, 2014, p. 175.
[7] “Esta estratagema cuyo objetivo aparente era realzar el efecto de sus valores táctiles y tonales tenía, sin embargo, algo de innoble y revelaba no sólo una falla esencial en el talento de Eystein, sino el hecho básico de que la ‘realidad’ no es ni el sujeto ni el objeto del arte verdadero, el cual crea su propia realidad especial que nada tiene que ver con la ‘realidad’ media percibida por el ojo del común de los mortales”; V. Nabokov, Pálido fuego; Anagrama, Barcelona, 2009, p. 132; traducción de Aurora Bernárdez.
[8] José María Micó, Clásicos vividos; Acantilado, Barcelona, 2013, p. 33.
[9] Stéphane Mallarmé, Fragmentos sobre el libro; Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de la Región de Murcia, Murcia, 2002, p. 88.
[10] “Omniscience is ‘objectionable’, W. J. Harvey wrote of George Eliot, in a comment we may take as representative, ‘when the author intrudes directly into her fiction either by way of stage directions or of moral commentary’—in other words, we might add, in the nineteenth century”; Audrey Jaffe, Vanishing Points: Dickens, Narrative, and the Subject of Omniscience; University of California Press, Berkeley, 1991, s/p.
[11] Doménico Chiappe, Tiempo de encierro; Lengua de Trapo, Madrid, 2013, p. 18.
[12] Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 271.
[13] Ricardo Piglia, Crítica y ficción; Anagrama, Barcelona, 2001, p. 18.
[14] B. Riestra, Pregúntale al bosque; Pre-Textos, Valencia, 2013, p. 117.
[15] Thomas Mann, Confesiones del aventurero Félix Krull; Planeta, Barcelona, 1957, p. 31.
[16] Rafael Espinosa, “El matrimonio”, La regata de las comisuras; Kriller71, Madrid, 2014, p. 35.
[17] M. Serrano Larraz, Autopsia; Candaya, Barcelona, 2014, p. 358.
[18] Rodrigo Fresán, La parte inventada; Random House, Barcelona, 2014, p. 74.
[19] Jacques Rancière, “Si existe lo irrepresentable”, El destino de las imágenes; Politopías, Pontevedra, 2011, p. 124-25.
[20] Miguel de Unamuno, Niebla; Cátedra, Madrid, 1978, p. 131.
[21] E. Fernández Porta, Afterpop. La literatura de la implosión mediática; Berenice, Córdoba, 2007, p. 41.
[22] Junot Díaz en El País Semanal, http://elpais.com/elpais/2013/04/29/eps/1367237169_171617.html. 3/04/2013.
[23] Cf. E. Paz Soldán, Iris; Alfaguara, Madrid, 2014, p. 194.
[24] Andrés Ospina, Ximénez; Laguna Libros, Bogotá, 2013, p. 224.
[25] Nicolás Cabral, Catálogo de formas; Periférica, Cáceres, 2014, p. 24.
[26] Francisco Calvo Serraller, Extravíos; Fondo de Cultura Económica de España, Madrid, 2011, p. 82.
[27] Cf. la inteligente lectura de las Heterologías (1986) de Certeau llevada a cabo por Wlad Godzich, en “Las nuevas posibilidades del conocimiento”, Teoría literaria y crítica de la cultura; Cátedra / Universidad de Valencia, col. Frónesis, Valencia, 1998, p. 302ss.
[28] Vicente Luis Mora, Singularidades. Ética y poética en la literatura española actual; Bartleby, Madrid, 2006, pp. 64-68.
[29] Olvido García Valdés, Caza nocturna; Ave del Paraíso, Madrid, 1997.
[30] Esther García Llovet, Mamut; Malpaso, Barcelona, 2014, p. 114.
[31] Jean-Pierre Changeux, Sobre lo verdadero, lo bello y el bien. Un nuevo enfoque neuronal; Katz, Buenos Aires, 2010, pp. 98-99.
[32] David Deutsch, La estructura de la realidad; Barcelona, Anagrama, 2002, p. 128.
[33] André Gide, Los monederos falsos (1925); Seix Barral, Barcelona, 1984, p. 205, traducción de Julio Gómez de la Serna.