domingo, 27 de enero de 2013

Televisión por otros medios





Una de las cosas que más me sorprendió de la recepción de El lectoespectador fue que al menos dos de los críticos que se ocuparon de él mostraron su extrañeza ante el hecho de que se incluyera un ensayo sobre televisión, alegando que parecía anacrónico frente al resto. Como si la televisión estuviese ya pasada de moda o no siguiese siendo fundamental. Parece que piensan a la manera del narrador omnisciente de Mario Crespo en su novela Biblioteca Nacional (2012), para quien “en el mundo de hoy la tele se ve en YouTube, el periódico se lee en formato digital y los amigos se hacen en redes sociales como Facebook”[1]. Chocaba más todavía cuando una de las recensiones venía firmada por el autor de dos recientes libros sobre series de televisión. Y digo que choca porque las series televisivas, uno de los fenómenos narrativos más difundidos y exitosos de nuestro tiempo, por más que se vean ilegalmente vía Internet, están siempre pensadas, diseñadas y concebidas para la televisión; incluso en ocasiones su estructura gira alrededor de las pausas publicitarias obligatorias en la pequeña pantalla. Y en aquellas donde no hay publicidad, está siempre la limitación “metafísica” de los 50-60 minutos de duración, muy televisiva (en absoluto cinematográfica), una frontera puramente televisiva, que sólo es sobrepasada en casos excepcionales (como en los episodios finales de una temporada). De forma que todo en estas series es televisión pura y dura. Y hoy en día son una de las formas de consumo cultural más difundidas e incluso respetadas[2] en los últimos tiempos, como es natural, debido a la altísima calidad de alguna de sus manifestaciones.

Precisamente, el fenómeno de las teleseries viene a demostrar que la televisión está más viva que nunca y que no pierde importancia. Ello llevó a Eloy Fernández Porta a hablar de las “series de esta nueva Era Dorada de la televisión”[3]. Sí, es cierto que hay mucha gente que apenas se sienta delante de un televisor, yo entre ellos, pero eso no quiere decir que lo visto en streaming a través de la Red no sea televisión emitida por otros medios. Por no hablar de que muchos acontecimientos de gran trascendencia social (mundiales de fútbol, olimpiadas, partidos de tenis, Eurocopa, etc.), deben seguirse por la pequeña pantalla porque las páginas de difusión por streaming quedan inmediatamente saturadas. Estamos hablando de fenómenos que concitan la atención de millones o cientos de millones de personas y que es imposible seguir con imagen vía Internet.

En Narrativas transmedia (Deusto, 2013), el libro de Carlos Scolari que estoy leyendo estos días, se recogen varias entrevistas con algunos protagonistas de los cambios narrativos en los medios audiovisuales. Uno de ellos, el productor Mikel Lejarza, señala que “hacer contenidos televisivos o radiofónicos que carezcan de elementos transmedia sería como hacer televisión en blanco y negro (…) La televisión, tan denostada por algunos, ha sido el medio que mejor se ha adaptado a los nuevos lenguajes, y de ahí que esté mejor que la prensa o el cine, que tienen enormes dificultades para hacerlo”[4]. En efecto, se cierran cabeceras de periódico o pasan a la Red, y se hacen menos películas, pero ninguna cadena de televisión desaparece; si acaso, es absorbida por otra y su licencia de emisión es rápidamente ocupada por otra naciente. Pero regresemos al elemento creativo, apuntado por Lejarza, de renovación de lenguajes: algunas series televisivas están llevando a cabo una auténtica revolución expresiva, desde Breaking Bad a American Horror Story pasando por la ya clásica Lost, que no tardará en tener repercusión en el modo en que lo narrativo es entendido en nuestros días. El único enemigo serio de la televisión no es Internet, que en realidad la multiplica y consolida como generador de contenidos que luego la red transmite, sino los videojuegos. Pero esa es otra historia.

De hecho, es abrumadora la cantidad de literatura actual que tiene a la televisión en el foco de su eje narrativo: La mendiga (2000), de César Aira[5] y Rating (2011), de A. Barrera Tyzska, se construyen con las telenovelas como fondo; Los muertos (2010), de Jorge Carrión, y Aire nuestro (2010), de Manuel Vilas, con las series o la programación televisiva como eje estructural. En 2666 (2005), de Roberto Bolaño, "La parte de Fate" contiene una importante presencia televisiva. En la reciente Show Time (Lost Coast Press, 2012), de Phil Harvey, que imagina un reality show de supervivencia en condiciones extremas (un poco al estilo de Hunger Games). Por no hablar de la importante presencia que tiene el medio en novelas como A.B.U.R.T.O. (2011), del mexicano Heriberto Yépez (que además le dedicó el ensayo Contra la tele-visión); Fabulosos monos marinos (2010), de Óscar Gual; El público (2012), de Bruno Galindo; Sonría a cámara (2010) de Roberto Valencia, o en relatos como “Por culpa de la televisión”, de Germán Sierra (Alto voltaje, 2004). En la novela de Carlos Gámez, Artefactos (Sloper, 2012), un espíritu utiliza la televisión para comunicarse con el personaje (p. 40). Incluso en poesía encontramos ejemplos recientes (podríamos citar textos de Raúl Quinto, Cristina Morano o Sergi de Diego Mas), entre los que espigamos este poema de Marta Agudo:

Pongo la tele y sonrisas húmedas. Zapping de orden y museos. Animales ejecutados y orejas desalojadas. Correas tras espasmos de gloria, segundos de pedestal y la destreza del suelo. Como en un truco de magia, cada ficha se recoloca en su casilla hasta el pistoletazo del día siguiente. Ciudad peregrina pero en orden, albergas películas y santuarios, frecuencias que sin rozarse construyen la veracidad de un mapa…[6]

El televisor como objeto está perdiendo lugar e importancia en los hogares, esto es cierto, a pesar de los intentos de revitalización provenientes del 3D. Pero mientras el electrodoméstico “televisor” decae, la televisión como generador se reinventa, se invisibiliza y disuelve, inteligentemente, dentro de la pantalla como concepto aglutinador, como realidad mayúscula y vital (Laura Borràs[7]) que ha terminado por incluir en sí al televisor, a Internet, a los móviles, al libro electrónico, etc. La pantalla no es sólo un “soporte” o un “canal”; es una interfaz con el usuario que ha terminado por ser el modo de recibir la información que el sujeto necesita y que no está en su inmediato entorno físico (sea práctica o de entretenimiento, profesional, intelectual o de ocio). No vemos Internet, ni televisores, ni tabletas: lo que vemos en todo momento son proteicas pantallas en que cualquier tipo de contenido puede aparecer, y muchos de ellos, y no los menos atractivos, siguen siendo producidos por cadenas de televisión en formato televisivo. En consecuencia, sola en compañía de Internet, que al englobarla y difundirla la refuerza, la televisión sigue teniendo una importancia sociológica y aun estética fundamental, y en buena medida sigue configurando los hitos más relevantes del imaginario colectivo.


[1] M. Crespo, Biblioteca nacional; Eutelequia, Madrid, 2012, p. 59.e
[2] “Actualmente hay series de televisión, fundamentalmente norteamericanas, de una altura narrativa sobresaliente. Las películas son una suerte de versión audiovisual de los cuentos, de los relatos cortos, mientras las series de televisión se han convertido, a mi parecer, en el equivalente a las novelas, a las novelas en el sentido más decimonónico y auténtico del término, las de mucho antes del ‘Noveau Roman’ y todas esas cosas”; Ángela Vallvey, “El hombre del corazón negro”, Cuadernos Hispanoamericanos, nº 729, marzo 2011, p. 26.
[3] Eloy Fernández Porta, €®O$. La superproducción de los afectos; Anagrama, Barcelona, 2010, p. 34.
[4] Carlos Scolari, Narrativas transmedia. Cuando todos los medios cuentan; Deusto, Barcelona, 2013, p. 35.
[5] En Las conversaciones (2007) también concede Aira gran protagonismo a la televisión.
[6] Marta Agudo, 28010; Calambur, Madrid, 2011, p. 41.
[7] “De hecho ya es una realidad que gran parte de nuestras vidas transcurre entre pantallas, que hemos aprendido a relacionarnos con ellas leyendo, mirando, viendo, ignorando elementos visuales que nos estorban en nuestro propósito, tocando, escuchando… O sea que puede que leer en digital, con un verdadero aprovechamiento de las posibilidades del medio represente, en función de los objetivos artísticos, leer más”; L. Borràs, “Nuevos lectores, nuevos modos de lectura en la era digital”, en Salvador Montesa (ed.), Literatura e Internet. Nuevos textos, nuevos lectores; Universidad de Málaga, Publicaciones del Congreso de Literatura Española Contemporánea, Málaga, 2011, p. 47.



sábado, 19 de enero de 2013

Pasadizos entre Blow Up y Blade Runner

Imagino que esto ya se habrá hecho hasta la saciedad, pero mi ignorancia me permite plantearlo como si fuera nuevo. Blow Up (Michelangelo Antonioni, 1966) y Blade Runner (Ridley Scott, 1982)




 







sábado, 12 de enero de 2013

Rubén Martín Giráldez y el espesor delirante

 


Rubén Martín Giráldez, Thomas Pynchon. Un escritor sin orificios; Alpha Decay, Barcelona, 2010.
Rubén Martín Giráldez, “Prólogo a Centauros extirpados; en VVAA, Doppelgänger. Ocho relatos sobre el doble; Jekyll & Jill, Zaragoza, 2011.
Rubén Martín Giráldez, Menos joven; Jekylll & Jill Editores, Zaragoza, 2012.





Y hay más mentiras: mi cortesía con vosotros, por ejemplo.
R.M.G., “Prólogo a Centauros extirpados

En serio.
R.M.G., Menos joven

[a] Un autor como éste, portador de un programa para la (auto)destrucción carnavalesca y feliz de la literatura, merece una reseña suicida o cuanto menos dispersa y contradictoria. Si usted es un lector normal, alguien que busca hallazgo, entretenimiento y –a ser posible– ideas interesantes sobre las que reflexionar, esta reseña termina aquí, en la quinta línea: cómprese estos libros. Si usted es un lector al que, además, le interesa morbosamente la literatura, y para quien los libros son puertas a otros mundos sobre los que le interesa saber del más perverso y obsesivo, no lo dude y siga leyendo, le prometo que aquí descubrirá –y con aquí no me refiero a la reseña, sino a los textos mencionados en ella– más de lo que esperaba encontrar. Comencemos por la primera frase de Menos joven (MJ en adelante), del inefable, ditirámbico y aún joven Rubén Martín Giráldez (Cerdanyola del Vallès, 1979), que reza así: “Bogdano sabe que su padre ya no es capaz de distinguir entre trabajo y realidad” (p. 11). Parece una declaración fácil, ¿verdad? Sí, lo es, podemos leerla de forma convencional y pasar a la segunda. Pero como usted, que llegó hasta aquí, es lector que gusta de complicarse, le insto a permanecer en esta frase inaugural un momento, porque la lectura de la pequeña obra completa hasta la fecha de Martín Giráldez complicará la cuestión. Para empezar, se esquiva en ella al protagonista y se habla de su padre, quiebro que nos advierte que el merodeo y la perífrasis serán parte constitutiva del esqueleto narrativo. Para seguir, está el nombre de Bogdano: ¿erudita alusión al escritor albano Bogdani, referencia al cineasta Peter Bogdanovich, maestro en el uso de la metareferencialidad? Incluso imaginando que nada de lo expuesto es cierto, centrémonos en esta frase de apertura y veamos que alude a “realidad”, ahí es nada, abrir una novela con ese término, y a “trabajo”. Y aquí, como esbozábamos antes, la referencia a otros escritos de Martín Giráldez nos juega una mala pasada, porque a lo mejor –a lo peor, a lo más difícil–, con “trabajo” el autor nos habla de otra cosa: “Uno no puede evitar la sospecha de que cada vez que aparecen en Arco Iris o en The Crying of Lot 49 las palabras esfuerzo, prueba, trabajo, se habla en realidad (o Pynchon tiene en mente, uno teme) de otra cosa que la que el relato necesita para su movimiento, de una cosa constante, si se me permite así”, decía en su blog. La mención no es baladí por cuanto la frase inicial de MJ se repite en bastantes ocasiones a lo largo del texto, como dándole un ritmo, marcando un tempo al movimiento discursivo, oponiendo a lo real lo absurdo literario, y da la impresión de que este trabajo dinámico (el del texto) es la realidad misma del libro, que como Bogdano y su encabalgadura no dejan de moverse en todo momento durante la novela. Bueno, no es poco para una primera frase, a ver si somos capaces de pasar a la segunda.

[b] Es broma. Pero el problema es precisamente ése, que bajo un artefacto legible sin dificultad, humorístico y amable, acechan innúmeros niveles y subniveles y metaniveles de complejidad, frase por frase, así como en Thomas Pynchon. Un escritor sin orificios (desde ahora nos referiremos a él como TPUESO), su libro anterior y tan inclasificable como Menos joven. Su autor escribe desde la tradición literaria más exigente y culta (Joyce, Mallarmé, Faulkner, Gide, Valéry, Ceronetti, Schmidt, Pynchon), pero sin propósitos santificadores sino, más bien, corruptores. Martín Giráldez de(con)struye la tradición más álgida, dentro de una operación que muestra tanto sentido del humor como respeto, pues no se molesta en importunar o desquebrajar a escritores que no lo merecen: los autores pequeños no parecen interesarle, y las referencias a  baja cultura son siempre de cine (Mad Max, gore) o musicales, pero nunca literarias. Es cierto que la “educación híbrida” que reciben Bogdano y su hermano de su padre parece esconder un juego destructivo de lo canónico, pero me inclino más por considerarlo una especie de ácida crítica de cierta posmodernidad y su igualadora escala de valores. El padre de Bogdano cambiaba de tapas los libros para que sus hijos creyesen que leían a Dickens siendo el texto interior de Kunta Kinte, etcétera, pero lo cierto es que Bogdano, al descubrir de mayor el entuerto, comienza a leer los libros auténticos. A considerar que hay una carga de profundidad contra la ligereza posmoderna y no una invitación al todo vale me anima la elección de la palabra “híbrida” por el autor, ya que en TPUESO (p. 54, nota al pie) se calificaba precisamente así, “híbrida”, la escritura del joven Pynchon, autor poco sospechoso de no tener un cualificado sentido de la exigencia literaria. Se plantea el rescate, pues, de lo sublime literario, de las “Obras Magníficas” (MJ, p. 49) pero con la clarísima conciencia de que “todo este lenguaje se va cayendo. Todo este lenguaje se está cayendo” (MJ, p. 123), sostenida desde una lúgubre –por negra– nostalgia. Por ese motivo estoy de acuerdo con Javier Avilés cuando dice en su reseña que el libro de Martín Giráldez nos obliga a plantearnos de nuevo “qué es lo que entendemos como Cultura y de nuestra incapacidad de librarnos de todos sus aspectos, de los sublimes, sí, que nos disminuyen, pero también de los más populares, denigrados algunos, denigrantes otros”. La misma consideración de la existencia de una alta cultura o alta literatura (postura que comparto con Martín Giráldez y con el propio Avilés) frente a otras más bajas o superficiales, por dialéctico y revisor que sea el planteamiento, implica una toma de postura frente al nefasto todo vale lo mismo que intenta sostener un democratismo cultural mal entendido. La democracia no significa que todos seamos iguales y “valgamos” lo mismo: la democracia significa que somos todos iguales ante la ley. La literatura y el arte pertenecen a otro orden de cosas, por fortuna no preceptivos, y sus leyes son darwinistas y profundamente injustas: el talento vale más. Y punto. A mí no me miren, no lo he inventado yo.

[c] Cita. “se acercó y dirigió a ella, sola en medio de las filas de asientos vacíos, y le murmuró palabras que no habría deseado oír”; Thomas Pynchon, La subasta del lote 49 (1965).

[d] Infidelidad narrativa. Entre los tres textos que estudiamos hay varios elementos en común: en el relato “Prólogo a Centauros extirpados” (“PACE” desde ahora) y en TPUESO (cf. p. 81), la narración viene sostenida por un nosotros que cambia súbitamente a primera persona en ambas, advirtiendo de que su voz es poco fiable. Desde el principio de “PACE” los dos narradores Lundgren nos advierten de la peculiaridad de escribir a cuatro manos y sus consecuencias: “Está claro que con nuestro libro intentaremos llevaros a otro tipo de engaños, a engaños del tipo «deseado»” (“PACE”, p. 39), aludiendo a un pacto amistoso de lectura que no es tal: es impuesto al lector con o su consentimiento. Así, cuando en TPUESO leemos “El autor de la carta se ríe de nosotros” (p. 38) ya tenemos claro que el narrador venía haciéndolo desde el principio. El narrador de las dos novelas es un impostor y su relato es infiel (véase MJ, p. 69); los narradores “siameses” de “PACE” se confiesan embaucadores desde el comienzo y el lector debe desconfiar de quien desconfía de sí mismo: no en vano se aclara en MJ que “¿Quién puede creer a un siamés, a dos siameses (…) a gente doble por definición?” (p. 64). Como vemos, preguntas lanzadas desde unos textos se responden en otros. Recordemos que al comentar An Autobiography of an Ex-coloured Man (1912) de James Weldon Johnson, Martín Giráldez había dejado caer que una de las frases del libro que más le había interesado era esta: “would not my story sound fishy? Would it not place me in the position of an impostor or beggar?” La obra crítica de un prosista a veces nos dice tanto sobre su visión de la narrativa como sus propios libros; algo natural, por otra parte, pues son parte del mismo impulso creativo.

[e] Hay otros elementos en común entre las obras, ahora los veremos, pero los puentes o conexiones entre ellos llegan incluso a la repetición de alguna frase (la de la llegada de la justicia en TPUESO, p. 43, y en MJ, p. 36). El entramado rizomático de estructuras narrativas diferentes, sean de la alta cultura (vgr., monólogos dramáticos) o de la cultura audiovisual (los párrafos en cursiva de MJ siguen la mecánica publicitaria), es otra característica de estos textos, que los convierte en patchworks poliformos, donde las piezas están situadas para destruir su aportación natural: el chocarrero monólogo “shakespeariano” al final de MJ está sostenido elocutoriamente por… un caballo, en un retorcimiento kafkiano, similar al del “Informe para una academia” del checo.

[f] El Archilector. A lo largo de Menos joven aparecen numerosas anotaciones marginales que parecen hechas a lápiz, aunque son parte del tejido textovisual del libro. Estas anotaciones, que me parecen un hallazgo, suponen la aparición de un lector previo del texto, alguien que ha leído nuestro ejemplar antes que nosotros, y que ha dejado sus impresiones por escrito. La confusión entre copia y original (tranquilos, no esperen citas de Walter Benjamin), entre lectura primigenia y de “segunda mano” produce una interesante descompensación, pues nos convierte en los segundos receptores del texto. Se nos dice oblicuamente que el libro no estaba esperándonos, que su horizonte de sentido ya se desplegó ante alguien quizá más dotado que nosotros para desentrañarlo. Este lector previo que ha glosado –con no poca socarronería– Menos joven es además el instrumento mediante el cual se nos advierte de la infidelidad del narrador y de la necesidad de poner en cuestión cada aserto del texto. De ahí que la categoría de este hermeneuta esté muy próxima a la del archilector descrito por Riffaterre[1]: ese lector interpuesto que señala los énfasis estilísticos de un texto, que analiza su efecto en el lector y que, en nuestro caso, los deja conveniente e irónicamente señalados, convirtiéndose en el primer crítico del texto.

[g] Lenguaje. La condición de traductor de Martín Giráldez puede explicar en parte (pero sólo en parte), su infrecuente dominio del idioma. Su experiencia profesional en busca de la palabra idónea para verter el sentido de una lengua a otra parece encarnarse en el similar cuidado que muestra en la persecución de le mote juste para trasladar las palabras de su mente a la pantalla (antes se diría “de su mente al papel”, pero los autores jóvenes escriben mayoritariamente utilizando el ordenador). A ello hay que sumar su constante experimentación con el idioma, creando neologismos, así como las interpolaciones de palabras de otras lenguas, vivas o muertas, y el sabio empleo del espacio paginal a la hora de representar textovisualmente la censura (MJ, pp. 44, 62, 122)

[h] Pero de qué demonios habla Menos joven. De la inconmensurabilidad del lenguaje. De las relaciones padre-hijo, como una kafkiana Carta al padre legible en los actos de Bogdano, y de la construcción cultural del niño como proyección (quién sabe si libidinal, el deseo de saber perdido) de sus progenitores. De la potencia y radicalidad expresiva de las literaturas del absurdo. De la agonía perenne de la alta cultura y su incapacidad para ser analizada en términos inatacables, de su imposibilidad para constituirse como objeto científico. Menos joven es el antilibro o libro especular a Ferdydurke; si éste es un cuento de adultos narrado en un lenguaje deliberadamente infantiloide, Menos joven es un libro dirigido en teoría a niños pero elaborado en un lenguaje adulto y parcialmente críptico.

[i] La crítica ficticia de los anónimos reseñistas de Pynchon aporta una pista: “La escritura mata su lectura. El esfuerzo de interpretar, la exigencia de una lectura tan central continua, agota” (TPUESO, pp. 67-68); también en la obra de Martín Giráldez la espesura referencial de la obra, sobre todo en TPUESO, convierte la lectura crítica en una continua interrupción, para valorar la veracidad de una obra o cita, para atisbar resonancias en los nombres propios (juegos a veces autoficcionales: Reuben, rubenette), para investigar en las imágenes ofrecidas al lectoespectador. Todo está alterado: las fotografías de ambos libros están retocadas por el ilustrador Alfonso Rodríguez Barrena, para despistar y para mi(s)tificar; Menos joven está encuadernada como si fuera un volumen de la editorial gala Les Éditions de Minuit, bajo la sobrecubierta amarilla; algunas citas se falsean jocosamente. Si hay algo parecido a la verdad, comparece disfrazado: onomatopeyas en apariencia casuales como “JIZI-CRI” (MJ, p. 77) son en realidad citas ocultas de Antonin Artaud; “no somos los muertos” (“PACE”, p. 49) niega al Orwell de 1984 sin decirlo; bromas como “bestia de tres espaldas” (MJ, p. 123; cf. “PACE”, p. 42) retuercen a Othello. Otras citas explícitas, en cambio, están traducidas con estudiada infidelidad. Gabinete de apócrifos, Wunderkammer, retablo de maravillas, el tejido narrativo de estos libros recuerda al estudio de Ramón Gómez de la Serna[2]; obras esenciales y rarezas, genios y freaks, imágenes y palabras, comparecen de manera indistinta en esta maraña referencial a la que el lector puede asistir tranquilo, siguiendo el curso de la delirante historia, o sumergido entre libros, páginas web y enciclopedias intentando localizar las referencias, claras u ocultas, reverenciales o irónicas, maquiavélicamente dispersadas por Martín Giráldez. Sí, es cierto, toda esta alquimia polifónica es un repertorio, secreto a medias, de los gustos personales del autor, pero “¿hasta qué punto los gustos de una persona no son, en algún momento, su voz, de manera inevitable?” (Thomas Pynchon. Un escritor sin orificios, p. 88).

[j] Desde hace tiempo vengo oyendo quejas, endechas y plantos, desde diversas esferas, reclamando un narrador español joven que: 1) tenga respeto por la tradición, pero sea capaz de aportar una voz propia y natural, diciendo cosas nuevas; 2) no confunda la originalidad con el originalismo; 3) no se ajuste a ninguna escuela, o grupo, o tendencia, manteniéndose al margen y dedicado a la literatura y no a la vida literaria. 4) Posea un talento indiscutible y real, a la altura de cualquiera de los mayores. Pues bien. No se angustien.

Ya lo tienen.


 .
[Relación con el autor: no nos conocemos personalmente; hemos intercambiado correspondencia sobre sus libros y es contacto de Facebook. Relación con la editorial: ninguna]



[1] Cf. M. Riffaterre, Ensayos de estilística estructural; Seix Barral, Barcelona, 1976.
[2] Repleto de innumerables imágenes que Rrose Sélavy intenta, heroicamente, desentrañar e identificar desde hace años