lunes, 23 de noviembre de 2009

Mutantes en Madrid este viernes

la muté porque era mía
Javier García Rodríguez

Los próximos días 27 y 28 de noviembre tendrá lugar, en la Casa Encendida de Madrid, un encuentro literario titulado Ctrl+Alt+Del. Reiniciando al monstruo. En él se nos reúne a los narradores mutantes, con ánimo de examinar nuestras propuestas. Este es el programa del encuentro:

Viernes 27

17.00. AUTOPSIA DEL MONSTRUO: EL CIENTÍFICO COMO FREAK. Germán Sierra vs. Javier Fernández

18.30. TALLER DE TRADUCCIÓN MUTUA: Jorge Carrión y Robert Juan-Cantavella.

20.00. TRES NARRADORES SINGULARES. Mercedes Cebrián, Doménico Chiappe, Óscar Gual


Sábado 28

17.00. TEORÍA DEL MONSTRUO: EL CRÍTICO COMO FREAK. Eloy Fernández Porta vs. Vicente Luis Mora

18.30. MÁSCARAS MUTANTES: EL FREAK O EL MONSTRUO. Agustín Fernández Mallo vs. Jordi Costa

20.00. MONSTRUOS S. A.: EL NARRADOR MUTANTE. Manuel Vilas vs. Juan Francisco Ferré

21.30. Afterpop Fernández + Fernández

Si vais nos vemos allí.


Coincidiendo casualmente con el encuentro, acaba de aparecer el divertido libro de Javier García Rodríguez, Mutatis Mutandis. Hacia una hermenéutica trasnsficcional de las narrativas mutantes: de Propp al afterpop (o “nocilla, qué merendilla”); Eclipsados, Zaragoza, 2009. Me gustaría explicarles de qué va este libro, pero no puedo, porque su género acaba de fundarse con este volumen. Hay teoría pero no es un ensayo; hay narración, pero no es una novela ni un cuento. Planteado como una monstruosidad epistemológica posmoderna, es un libro sustentado en el exceso interpretativo. Sé que en él hay una ironía cervantina hacia el grupo de los mutantes. Sé que hay varios chistes a mi costa (“Pangea no es pangea. Es pan (para la nocilla) y gea (que aun no sé lo que es, pero que no tardaré en descubrir). Es pangea para hoy y hambre para mañana”, p. 42). Sé que hay más chistes y juegos de palabras, algunos memorables: “la hermenéutica contemporánea no es más que un depósito de gadámeres” (p. 12). Lo único que sé es que no he podido parar de reír desde el principio hasta el final de esta extraña obra del profesor de Hermenéutica Javier García Rodríguez, cuyo personaje es un crítico de los de antes, incapaz de valorar un texto que lleve menos de 400 años escrito, y cuya obsesión es desentrañar la conspiración mutante, presentada como un grupo de seres alucinados que se proponen conquistar el mundo mediante indescrifrables mensajes. Una obra inteligente y divertida, que los anti mutantes disfrutarán por el arsenal de chistes que contiene sobre nosotros, y que los mutantes disfrutaremos aún más.

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lunes, 16 de noviembre de 2009

(in)Significados: los textos huecos

T. S. Eliot habló del horror de los hombres huecos en The Hollow Men, y tan terrible como esa imagen me parece la de los textos huecos, los libros que han perdido el significado. En sus Mitologías de invierno, Pierre Michon imagina a un monje guerrero capaz de montar un ejército y ejecutar una matanza sólo para apoderarse de un ejemplar de los Salmos con cuya lectura ha disfrutado. Al conseguirlo finalmente, comienza a releerlo pero “de repente, ya no tiembla, ya no ríe, está triste, tiene frío, busca en el texto algo que ha leído y ya no encuentra, en la imagen, algo que ha visto y ha desaparecido”[1]. José María Merino cuenta en “Los libros vacíos” la historia de un enloquecido personaje –que puede verse como paciente de un extraño síndrome Quijano o como un exasperado profesor de Hermenéutica–, que llega aterrado a una librería porque sufre un terrible mal: comenzó a leer En busca del tiempo perdido y “aquel libro no parecía el mismo que yo creía haber recordado”[2]. Había perdido algo, se había vaciado de metáfora (o, como resume Michon en su relato medievalista, “el libro no está en el libro”). Para el personaje, En busca del tiempo perdido contenía de pronto sólo chismes de snobs franceses, y La isla del tesoro era una magra historia de la piratería. Jorge Luis Borges, en un relato que ya hemos citado, “La cámara de las estatuas”, habla de un misterioso libro blanco, del que “no se pudo descifrar su enseñanza, aunque la letra era clara”[3]. La pérdida de significado en los libros es un mal terrible, una ceguera pasiva donde la invidencia pasa a situarse en el objeto, no en el sujeto lector. Es el libro el que no ve, pese a que nosotros recorremos sin dificultad las letras. Todos estos cuentos pueden leerse como metáforas de la privación del sentido, de la necesidad de la interpretación, de la libertad lectora –y seguramente lo son–. Toda escritura es un acto de libertad, y la lectura también. Los textos huecos son una metáfora tan pavorosa como la de los no-libros, los libros quemados, los libros perdidos, los que se hicieron polvo o fueron pasto de ratas. Todos nos alejan de la posibilidad de acceder a su significado, de alimentar nuestra imaginación. Dice Bloom que las obras maestras o fuertes se alimentan de la restricción de sentido, y Aira recuerda, con parte de razón, que no se deben dar textos claros a los niños, “porque a los niños les encanta, los hechiza la palabra que no entienden”[4]. En los textos huecos –por eso son angustiosos– todo lo que hay es claro y sin embargo ha desaparecido lo nuclear, la enseñanza, aquello (inteligible o hermético) que constituía su sustancia misma. La receta que se nos prescribe es la obviedad, lo fácil, lo evidente, lo visible, lo vendible. Todo parece en estos tiempos apelar a la accesibilidad, a la falta de misterio; la nueva Edad Media, de los media, nos conduce por su falta de (auto)crítica al resplandor vacío, al texto hueco, a la imposibilidad de interpretación porque el texto tiene electroencefalograma plano, porque la historia del saber ya no es más, como apuntaba Blumenberg, la historia de sus metáforas; porque las palabras, contradiciendo a Nietzsche, ya parecen decir sólo lo que dicen, son materia desvestida, píxeles ardientes. La literatura es misterio contra lo deliberadamente claropaco, penumbra contra la oscuridad, luz negra (Sánchez Robayna), apuesta invisible (Méndez Rubio), enigma que sostiene la escritura (Blanchot), “cosa para andar en lo oculto” (Valente), (in)significado. Guardémonos de los textos claros, pues todos están huecos, como la cabeza de Pinocho antes del milagro de la literatura.








[1] Pierre Michon, “Tristeza de Columbkill”, Mitologías de invierno; Alfabia, Barcelona, 2009, p. 44.

[2] J. M. Merino, “Los libros vacíos”, en J. J. Muñoz Rengel, Perturbaciones. Antología del relato fantástico actual; Salto de Página, Madrid, 2009, p. 31.

[3] J. L. Borges, Historia universal de la infamia; en Obras Completas; tomo I, Emecé Editores, Buenos Aires, 1989, p. 336.

[4] C. Aira, entrevistado en Letras Libres, noviembre 2009, p. 48.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Poesía en red



Agustín Fernández Mallo, Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma; Anagrama, Barcelona, 2009

[Esta reseña es la extended version de la aparecida en el número de octubre de la revista Mercurio]

Déjame seguir. Hay sistemas que no funcionan en absoluto. Otros sirven para explicar un hecho en relación con muchas verdades posibles, surgidas de otros sistemas. Otros son sistemas de espectro muy cerrado, hasta unívocos. Hay sistemas de comunicación entre dos relaciones preexistentes y otros que realizan lo que solo podemos llamar creación.
Enrique Prochazka (1)

En la ciencia se trata de explicar lo que no se sabía de manera que se entienda. En la literatura uno se comporta justo al contrario.
Paul Dirac

Los jóvenes están buscando el arte en las conexiones cerebrales que se dan en las calles. En las sinapsis. Rizomas. En esos espacios que quedan en los procesos de conexión. Ellos están conectándose. Ellos son ellos, no son uno. Ellos están marcando haciendo ahí la literatura, la escritura. Ellos están en las redes colgados todo el día y conectados entre ellos (…)
Claudia Apablaza (2)


Frente a la apatía teórica de sus mayores, parece que la mayoría de los poetas nacidos con posterioridad a 1960 afrontan sin complejos la necesaria tarea –a mi modesto juicio– de explicitar en una poética sus claves constructivas, los rudimentos de su arte; y ese propósito afecta a autores muy distintos y de prácticas muy diferentes o casi opuestas entre ellos (Riechmann, Santamaría, Álvaro García, Méndez Rubio, Falcón, Eduardo García, Bagué, entre muchos otros). Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967) se suma a esta sana tendencia con Postpoesía, un interesante ensayo de poética que participa de unas claves (un “nuevo paradigma”, explica el autor, en términos kuhnianos) inéditas en todos los demás.

Comenzando del final hacia el principio (siguiendo una de las reglas de la propia postpoética que el libro defiende), Mallo sostiene, sobre una tesis de Nicolas Bourriaud, que vivimos en la Altermodernidad, entendiendo como tal el espacio artístico que ha seguido a la posmodernidad. La tesis de Bourriaud, que es más una red para unir artistas muy distintos en una exposición que una auténtica teoría en el sentido duro del término, le viene bien a Mallo para tejer su propia red conceptual, que parte precisamente de la teoría de las redes complejas para presentarse como una alternativa a la poesía tradicional u Ortodoxa. Es poco frecuente plantear una poética a partir de un ataque a los demás (disfrazado de comparación), y me parece un modo tan bueno como cualquier otro de plantear una poética, ya que todo planteamiento estético individual es un ponerse al margen del resto. Pero si el ataque –como sucede en Postpoética- es frontal, directo y general, debe estar bien articulado, debe conocer a fondo aquello que combate. “Es el nombre de aquello que destruyes / lo menos que debieras saber”, decía Aníbal Núñez, en un poema significativamente titulado “Derribo”. Y quizá el problema es que el punto de partida del ataque de Fernández Mallo es, sin embargo, discutible: considera el autor que “una mayoría abrumadora de la poesía publicada en todas las lenguas oficiales de este país parece no haberse enterado del cambio operado no sólo por el resto de las artes antes descrito, sino por el conjunto de lo que damos en llamar sociedades técnico-desarrolladas” (p. 25), lo cual es cierto, siempre que nos atengamos, como él hace, al dúo terminológico “poesía publicada”, pero no es en absoluto así si nos referimos a una poesía en sentido amplio, que en ocasiones sucede fuera de lo “publicable”: la holopoesía, la poesía fractal, la poesía visual, la cinepoesía, el videopoema, los poetubes (videopoemas pensados para el formato Youtube), la e-poetry (que tiene, gracias al impulso continuo de Laura Borràs, un festival anual ya clásico en Barcelona), la slam-poetry o spoken word, la hiperpoesía, la poesía experimental, la polipoesía, la unfinished poetry (cf. http://theunbook.com/), la poesía objetual y un largo etcétera de posibilidades expandidas sobre las que Mallo pasa por encima, y que son practicados desde hace tiempo por un enorme numeral de poetas españoles. Mallo sólo se refiere a “ciberpoesía y holopoesía” aunque añadiendo que no entran dentro del ámbito de la postpoesía porque “no tienen por qué utilizar metáforas contemporáneas para articular sus obras. La poesía postpoética habla más bien de la naturaleza de las metáforas que sirven de soporte al poema” (p. 32). Esto mueve a preguntarnos: ¿y qué ocurre cuando –como suele suceder– la ciberpoesía o la holopoesía sí se interesan por las metáforas contemporáneas? Por no hablar del hecho de que estas ramas, en sí mismas, son metáforas de la contemporaneidad. Pero, yendo más allá, incluso en la poesía “publicada” hay ya bastantes ejemplos de lo que sería para Mallo postpoesía, y desde luego contamos desde hace lustros, por no decir decenios, con un sector de la poesía española muy consciente de los cambios tecnológicos, científicos y filosóficos; un sector que cita u utiliza –explícita o indirectamente– a los mismos científicos, artistas, filósofos y pensadores estéticos a los que Mallo hace referencia en su ensayo (3). También es injusto e improcedente que diga el autor que “en cualquier tratado o revisión de poesía actual todas las referencias anteriores son mínimas o sencillamente no existen (…) las referencias a filósofos de la ciencia, a físicos cuánticos, a semióticos, a escritores de ciencia-futura (…) a metafísicos, a filósofos del lenguaje” (p. 26); ignoro qué tratados sobre poesía actual lee Fernández Mallo, pero desde luego en los que han escrito autores como Antonio Méndez Rubio, Fernando R. de la Flor, Jaime Siles, Jenaro Talens, Alberto Santamaría, Germán Labrador, Julián Jiménez Heffernan, Alfredo Saldaña, Eduardo García, Luis Bagué Quílez, Jordi Doce, Jordi Ardanuy, J. M. Cuesta Abad y un largo etcétera, no sólo están presentes esas referencias sino que esos ensayos (o los de un servidor) sobre poesía española no se entienden sin ellas. Estas tajantes aseveraciones traen causa de que Fernández Mallo no es –ni quiere ser– crítico literario ni crítico cultural (en la p. 14 se nos advierte que en Postpoesía “no encontrará el lector constantes referencias a pie de página ni fracturas academicistas”), y por lo tanto hay un gran y lógico hueco en su conocimiento, tanto del territorio poético español como de las lecturas críticas sobre el mismo: su propósito, en realidad, es más bien aportar creación que aportar mapas o panoramas, y su conocimiento parcial del panorama poético español (tanto tradicional [4] como alternativo) limita su punto de partida. Los momentos más brillantes e interesantes de Postpoesía, por tanto, no tienen lugar cuando su autor habla de lo que no hay o más bien cree que no hay, sino cuando plantea su propuesta concreta: cuando el libro deja de describir un estado de cosas para lanzarse a lo que tiene de poética, de propuesta estética propia. Entonces entramos en un territorio fascinante.

La propuesta de Fernández Mallo es muy sugestiva; planteada como un método intuitivo, como soft theory, propone un entendimiento de lo estético que va más allá de lo tradicional, que amplía su marco de referencias y también su modo de asociarlas: “sólo hay ideas conectadas por procesos analógicos, metafóricos, que creo que son los pertinentes si de poesía estamos hablando; mucho pegamento. Una investigación por inducción analógica, en absoluto científica al uso” (p. 14). En otras palabras, la condición de físico nuclear del autor no implica que quiera crear una nueva “ciencia poética”, sino más bien la de aprovechar cualesquiera metáforas (artísticas, literarias, mediáticas, pero sobre todo científicas) en aras del entendimiento de lo poético como algo tan amplio que, a la vista de la definición habitual que se tiene de la poesía, no queda más remedio que considerarlo como postpoético, como aquello que viene después de la poesía concebida en términos ortodoxos. Apelando a la filosofía pragmatista de Rorty y a las teorías de Prigogine, Postpoesía busca crear un espacio de generosidad, donde no sólo el autor pueda escribir, sino donde muy diversos autores y modos de concebir lo poético puedan encontrar un fructífero campo de conexión creativa. Para Mallo los infinitos elementos posibles para hacer creación están ahí, y se trata de mirarlos de otra forma y de acercarse a ellos sin prejuicios, siempre que el resultado funcione metafóricamente (p. 36). De ahí que para Mallo el poeta no sea ni un médium ni una persona normal, sino un laboratorio (p. 38), un lugar de experimentación libre cuyos resultados justifican su trabajo. Este cambio de actitud es necesario porque hemos pasado de una era de “escasez de información y el exceso de conocimiento” a una sociedad donde sea crea “desde el exceso de información y la escasez de conocimiento” (p. 78), lo que altera el status quo epistemológico. Mallo se coloca en el lugar no de un escritor al uso, que intenta responder preguntas universales, según leemos hasta la saciedad en los antiguos manuales canónicos de literatura, sino en el lugar del artista, que se propone algo más original y, quizá, más importante, como ha señalado Georges Didi-Huberman: “ciertamente, los artistas no resuelven ninguna cuestión de ese tipo. Ahora bien, por lo menos saben, desplazando los puntos de vista, invirtiendo los espacios, inventando nuevas relaciones, nuevos contactos, encarnar las cuestiones más esenciales, lo cual es mucho mejor que creer que se responde a ellas” . Quizá debamos entender postpoética en el sentido de que “después de la poesía, está el arte”.

En la concepción de Mallo, por tanto, el artista se hace nómada, destierra cualquier idea de identidad convencional (p. 184) y la creación se identifica con una red del tipo “libre de escala” (p. 158), con nodos muy conectados en cuanto a las ideas y de escasa conexión en cuanto a las personas, lo que garantiza la singularidad de la obra dentro de una nueva cartografía. Me ha llamado la atención la sintonía –obviamente casual– de este pensamiento con el expuesto en otro libro reciente, Leerescribir (2008), de la profesora Milagros Ezquerro, que busca desde la semiótica una complejidad semejante a la perseguida por Fernández Mallo, y que también se apoya en la física para conseguirla. Escribe Ezquerro:

Lo que propongo es una visión diferente, más interactiva y comunicacional, en la cual la energía libidinal –pues de eso se trata– circula incesantemente del ideotopo alfa hacia el semiotopo del texto, y de ahí hacia el idiotopo omega, y de vuelta hacia el idiotopo alfa, pasando por el semiotopo. (…) No se trata de una circulación en circuito cerrado ya que son tres sistemas complejos, abiertos y auto-organizadores, que, a su vez, están relacionados con sus propios contextos, que son asimismo sistemas complejos, abiertos y auto-organizadores. Los contextos alfa y omega están en mutación constante, modificando los ideotopos alfa y omega: ninguno de estos sistemas es estático y fijo, todo se mueve, todo fluye. (5)

La semejanza se extiende a los gráficos con que ambos autores explican sus ideas. Este es el de Ezquerro:



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Y éste el de Fernández Mallo:



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Como vemos, hay una división triádica de fenómenos, unidos por una circulación constante de vectores que indican líneas de fuga / fuerza. Diferentes esferas de lo real que se conectan mediante la fuerza entrópica del lenguaje creativo. Los fenómenos quedan enlazados por la energía textual de Ezquerro o por la postpoiesis de Mallo. Ambos insisten en la idea de sistema complejo bajo la forma de red abierta. No utilizaremos las teorías de la poligénesis, pero parece que soplan buenos tiempos para la visión compleja y sin puertas del hecho literario, frente a las angosturas que lo han sometido durante décadas a visiones bidireccionales autor / lector. Hasta los científicos comienzan a abandonar las organizaciones arbóreas del conocimiento y elegir las redes como modelo explicativo (6). En el caso de Fernández Mallo, además, hay que tener en cuenta que esta construcción teórica soporta y nutre a una obra poética, dándose la circunstancia de que esta obra es una de las más interesantes e innovadoras, a nuestro personal juicio, de nuestro panorama actual. Y esa voluntad de no cerrar, de dejar la poiesis abierta para que creación y sociedad se retroalimenten continuamente en un proceso de mutuo enriquecimiento, tiene mucho que ver en el resultado obtenido.

Como vemos, hay en Postpoesía ideas de sobra, no siempre bien formuladas desde el estilo, algo irregular, de su escritura; pero ni eso ni las carencias de conocimiento sobre el campo literario deben hacernos olvidar lo importante de este ensayo, que es la nueva lectura estética de nuestro tiempo que nos ofrece, y de los requerimientos que vindica para la creación literaria, que necesita una actualización urgente de su software constructivo. Desde ese punto, Postpoesía es un ensayo importante porque desvela las carencias de parte de la poesía actual, acota su generalizado anacronismo y plantea interesantes y no exclusivistas formas de salir adelante, de encontrar caminos para seguir camino. Y eso no tiene precio.
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[Relación personal del crítico con el autor del libro: excelente
Relación del crítico con la editorial: ninguna]
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Notas
(1)E. Prochazka, “Tú, que entraste conmigo”, Cuarenta sílabas, catorce palabras; 451 Editores, Madrid, 2008, p. 96.
(2) Claudia Apablaza, Diario de las especies; Jus, México D.F., 2008, p. 125.
(3) Así, Gilles Deleuze es homenajeado en El fugitivo por Jesús Aguado, los artistas conceptuales por Chantal Maillard, los teóricos del píxel y la imagen por Javier Moreno o Alberto Santamaría, los filósofos franceses como Foucault o Barthes son utilizados con abundancia desde los novísimos, los pintores no figurativos por Olvido García Valdés, Jordi Doce, Ana Gorría o Francisco León, los científicos que Mallo llama posmodernos por Félix de Azúa, Fernando Fortuny, Sofía Rhey, Andrés Neuman, Raúl Alonso, María do Cebreiro o un servidor, y otros autores como Peyrou, Canteli, del Pliego, Sandra Santana o Riechmann han utilizado muy sabiamente muchas o todas de las referencias anteriores, oblicua o explícitamente.
(4)Confunde Mallo, por ejemplo, el término “poesía de la diferencia”, ampliándolo a todo aquello que, desde finales de los ochenta del pasado siglo, no era poesía de la experiencia. La poesía de la experiencia era un sector muy limitado caracterizado por su oposición a ésta, mientras que algunos autores que Mallo denomina “cercanos a la poesía de la diferencia como Valente, María Victoria Atencia, Claudio Rodríguez o cierto Gamoneda” estaban en órbitas muy diferentes. En realidad, eran los poetas de la diferencia quienes intentaban ser cercanos a esos nombres citados, o podían ser considerados como tales, y no al revés.
(5) G. Didi-Huberman, Ser cráneo. Lugar, contacto, pensamiento, escultura; Cuatro Ediciones, Valladolid, 2009, pp. 32-33.
(6) Milagros Ezquerro, Leerescribir; Rilma 2 / ADEHL; México D.F. / París, 2008, p. 21. Para los no familiarizados con semiótica aclararemos que el idiotopo son “los elementos vinculados al productor del texto (…) que definen sus relaciones al texto: circunstancias biográficas, peculiaridades psicológicas, situación socio-histórica, motivaciones, etcétera” (ibídem, p. 23), mientras que el semiotopo sería “el sistema de las relaciones específicas que mantiene el texto con el campo semiológico en el que se inscribe” (p. 24).
(7) “claro que se pueden realizar árboles de primates, o de vertebrados, o genealógicos entre familias, pero si somos estrictos (…) debemos aceptar que la historia de la vida no puede ser representada como un árbol. En los últimos años esta idea ha perdido todo su sentido. Lo que ahora construimos no son árboles, ni siquiera arbustos, sino redes” Eugene Koolin de la National Library of Medecine del National Institutes of Health, citado por Pere Estupinya en http://lacomunidad.elpais.com/apuntes-cientificos-desde-el-mit/posts.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Pasado artístico y el kitsch

1. En su primer disco, Let love rule (1989), Lenny Kravitz utilizó técnicas de grabación de los años 70, para dar mayor autenticidad a la música. Quería que sonara real, sin interferencias electrónicas ni sampleados, para lo cual se encerró en un estudio de Hoboken (New Jersey) utilizando equipos antiguos, amplificadores de válvula de veinte años de antigüedad e instrumentos setenteros. El resultado fue fabuloso:
http://www.youtube.com/watch?v=YwTMUoVYVFE

Veinte años después, EMI lo ha reeditado con mucho material añadido y una buena remasterización.
Aquí cuenta Kravitz, en una entrevista con Rolling Stone, cómo escribió la letra de “Let love rule” en una pared y un día, al entrar a la casa y verla, entendió que allí estaba todo. Escribir en la pared, tocar como en los setenta. Borges dijo que él escribía para la Antigüedad.

2. Black Dynamite (2008), de Scott Sanders, se plantea como una parodia deliberada de las películas de blaxplotation de los años 70. Lejos del rescate de Tarantino en Jackie Brown (1997), donde se intentaba partir de Pam Grier –una de las heroínas del blaxplotation y de la época– para hacer un homenaje oblicuo y elegante, Black Dynamite es una inmensa broma, pero que utiliza el mismo ritmo, los mismos encuadres y el mismo tipo de celuloide que aquellas cintas. Algo así intentaba Tarantino en las escenas de entrenamiento de la protagonista de Kill Bill, pero también había aquí más homenaje a las películas de Bruce Lee que chanza o parodia. Sanders va más allá; intenta hacer en 2008 la última película del género, a costa de la carga kitsch; la ironía la convierte en un producto hiperconsciente, posmoderno, donde la burla no es tanto sobre el género huésped como sobre la película misma:



3. Miquel Barceló presentó en 2002 en la Galería de Arte Moderno de Roma una amplia retrospectiva, entre cuyas piezas se contaban algunas cerámicas hechas con materiales de la época pompeyana, y a imitación de las mismas. El artista declaró: “es un sitio magnífico, y lo mejor es que tengo a disposición los materiales que usaron los artistas de Pompeya hace dos mil años, la arcilla y los pigmentos antiguos, como el negro de manganeso”. Aquí el anacronismo es insalvable. Se produce algo que nace muerto, como la ciudad revisitada.

4. El Discovery Channel se propuso reconstruir las máquinas diseñados por Leonardo da Vinci, utilizando exclusivamente las técnicas existentes en la época. Aquí está el resultado:




5. Sky Captain and the World of Tomorrow (2004), de Kerry Cornan, es el último ejemplo y el colmo del oxímoron; al “mundo del mañana” se llega mediante la revisitación estética de Metrópolis (1926), y por lo tanto a partir de un deliberado viaje al pasado. Es dudoso si el anacronismo buscado gira en torno al kitsch o más bien a la idea de una distopía clasicista; pero en cualquier caso la resurrección digital de Laurence Olivier en la película, similar a la que Natalie Cole obligó a su padre, Nat King Cole, en Unforgettable, la dota de un ambiente espectral. No hay más allá del tiempo, sino un tiempo paralelo, inexistente, irreal, creado por la ficción del lenguaje cinematográfico pervirtiendo –sin ironía, con una helada convicción– las pautas de la lógica del rescate. Quizá eso explica cómo, a pesar de su calidad visual, ha pasado rápidamente al olvido:



Olvido que quizá pueda no afectar a La antena (Esteban Sapir, 2007), una original película argentina, cuyas recuperaciones estéticas no sólo hacen brindis a la fantasía, sino también al humor, a la crítica política, a la estética publicitaria y a la inteligencia narrativa:




Cinco formas de proyectarse hacia el pasado. De volver para… ¿lanzarse al futuro? No lo creo, no en todos los casos. Se ronda siempre el kitsch, sea en la acepción tardorromántica de “velo rosado arrojado sobre lo real (…) mal estético supremo” (Milan Kundera, El telón. Ensayo en siete partes; Tusquets, Barcelona, 2005, p. 67), o en el sentido –anterior al de Kundera… y acaso más moderno- de Gillo Dorfles. Escribía Dorfles en Nuevos ritos, nuevos mitos (Lumen, Barcelona, 1969) que el kitsch tiene dos dimensiones, una de mitificación y otra de fetichismo (a la que habría que sumar la histórica, estudiada con profundidad por Matei Calinescu). Creo que cuando en una obra de arte (o en un acto de recuperación científica, como en el caso de las máquinas de Leonardo) se pone más énfasis en la primera que en el fetichismo, hay posibilidad de que la búsqueda realizada obtenga algún tipo de éxito. Creo que ése es el caso de Kravitz, cuya obsesión era cierto sonido y no la antigüedad de los instrumentos utilizados para conseguirlo. Estos eran sólo un medio. Sky Captain, en cambio, se deja llevar por el fetiche; la devolución virtual, poshumana, de Olivier, responde a un deseo de reestimulación forzada, innecesaria, como diciendo si Olivier viviera hubiera querido formar parte de esta película. Lo dudo. Incidir en el aspecto mitificante hubiera implicado elegir a un buen actor actual y hacerle interpretar a Olivier, algo que no casaba en la lógica de la película, pero sí en la lógica del mito. Sky Captain se queda, por tanto, a medio camino. Como decía con acierto el arquitecto Jean Nouvel, "raramente un neofenómeno sobrepasa la potencia que tuvo el original. El neogótico aplicado a los rascacielos como técnica de adquisición de inmediata profundidad histórica por parte de una civilización mergente puede tener algún interés, pero nunca la misma potencia expresiva de aquellas culturas capaces de expresar directamente sus valores" (entrevista en revista El croquis, nº 65-66, 1994, p. 19). Los regresos al pasado ejecutados con deliberación tienen sentido sólo cuando buscan ser una ironía con destellos de inteligencia (Black Dynamite, La antena), o cuando se plantean como el medio instrumental de recuperar algo valioso perdido, o en peligro de extinción. Sólo en esos casos aportan algo al tiempo real, y dejan de ser una simple reverberación forzada del tiempo aniquilado.