sábado, 27 de diciembre de 2008

Emiliano Monge


[Transcribo el texto de presentación de Emiliano Monge leído el pasado 27 de noviembre en el Centro Cultural de España en Ciudad de México, aumentado con posterioridad]

Emiliano Monge
Arrastrar esa sombra; Sexto Piso, México D.F., 2008


Arden los objetos sin sombra
Emiliano Monge

Emiliano Monge nació en la Ciudad de México el 6 de enero de 1978. Estudió Ciencias Políticas en la Universidad Nacional Autónoma de México, donde hoy imparte clases. Ha publicado relatos, crónicas y reseñas literarias en Letras Libres, La Jornada y en el suplemento de libros Hoja por Hoja del periódico Reforma. Actualmente se dedica de lleno a la escritura. Respecto a lo que voy a decir de su obra, les ruego comprensión y paciencia respecto a mis palabras de presentación, porque comencé a leer su literatura ayer y le he conocido a él hace seis minutos, de modo que deben poner en cuarentena todo lo que a continuación pueda decir. Para hablar de Monge, comienzo leyendo un texto de Lolita Bosch, aquí presente: “Y hoy, que estoy en Oaxaca, hoy que he vuelto a México, he pasado la tarde con mi amigo Emiliano, un escritor increíble que me prestó una de sus frases para dar inicio a este texto” (La familia de mis padres; Mondadori, 2008, p. 257). Espero que ese Emiliano sea este Emiliano que tengo aquí al lado, por mi bien y, sobre todo, por el bien de ella; si ambos coinciden, es cierto que a mi izquierda tenemos a un escritor excelente. Me comentó la propia Lolita que el libro de relatos de Monge tenía algún parentesco con Salvador Elizondo. Aproveché para releer al excelente narrador mexicano, y es cierto. Por ejemplo, escribe Monge: “viaja en un elevador cuyas paredes son dos espejos, su imagen se multiplica y se disgrega. El primer plano le muestra su semblante, el segundo una nariz que no conoce, después unos ojos que no le pertenecen, dos cejas superpobladas. Justo se embriaga en la transformación de su rostro”. Y escribe Elizondo en su relato “La puerta”:


Un rostro la miraba fijamente desde ese resquicio sombrío. El terror de esa mirada la subyugó. Se acercó todavía más al pequeño espejo que relucía en la penumbra. El rostro sonreía dejando escapar, por la comisura de los labios, un hilillo de sangre que caía, goteando lentamente, en el quicio. De pronto no lo reconoció, pero al cabo de un momento se percató de que era el suyo.[1]



Más que la casualidad puntual, en realidad este inquietante relato de Elizondo tiene un tono muy similar a varios relatos de Monge. De uno de sus personajes, llamado Gustavo, se nos dice que “necesita asirse a las cosas”, y creo que la obra de Monge también. La prosa de Monge se debate entre dos planos: una descripción milimétrica, minuciosa, proustiana sin el preciosismo aunque sí con bellas imágenes puntuales, que disecciona cosas y gestos, por un lado. El segundo plano sería la descripción de la dispersión mental de sus personajes que, a diferencia del otro tipo de descripción, es completamente abstracta, irreal unas veces y surreal otras. El resultado es una narración inquietante en la que no sabemos bien lo que pasa pero, como decía Borges, lo que pasa es terrible. Sus personajes no se reconocen en los espejos, dicen estar conscientes al despertar de su vigilia pero el lector no lo tiene tan claro. Algún crítico literario ha castigado la hipernovela de Michael Joyce Afternoon por considerar imposible que la narrativa desarrolle cosas que no han acontecido, pero en “El caparazón y la coraza” leemos que “No existe el risco, no baja el hombre la ladera”. En la narrativa de Monge lo que no existe, lo que no ocurre, es tan importante como lo que acontece. No sólo porque lo no-real proyecta su sombra amenazante sobre lo real, sino porque la descripción de lo que no toma lugar es tan vívida que, después de leerlo en Monge, dudamos precisamente de lo que transcurre a nuestro alrededor.

Si he entendido bien la estructura oculta del libro, Monge es el vecino que, desde su ventana, observa el comportamiento de los demás habitantes de la casa, al modo de la película de Hitchcock La ventana indiscreta: “la espalda del tiempo sacude al hombre (…) Cierra la ventana, no quiere mirar el reflejo de la noche (…) En el cristal de la ventana se dibuja mi silueta. Entonces quedamos solos, yo y él y yo que aquí lo observo, en el vacío ausente de la noche” (p. 120). En el relato anterior la mujer aborrece a otro hombre que la mira desde una ventana. Su visión sobre las casas de los demás es omnisciente: “No le gusta salir a la calle. Se recarga en el tronco de un árbol y recupera el aliento. Vuelve sobre sus pasos, el sol quema la piel de su cráneo. Cruje el gozne de la puerta cuando empuja la hoja. El eco de un teléfono se escucha tras el muro. Conozco la secuencia: repica el aparato, nadie contesta. El perro de mi vecina ladra inquieto en el patio” (p. 70). “En el sueño del héroe” el personaje, Justo Rincón (alguien con la manía compulsiva de pensarse otro), atina cuando piensa que el vecino (el narrador) quiere ser él: “Justo piensa que su vecino quiere ser Justo Rincón y se siente tranquilo” (p. 26). Es como si la prosa de ese vecino omnisciente fuera una grabadora visual que, mediante el registro exhaustivo de los actos cotidianos del resto de habitantes, diera cuenta de la tremenda soledad y el rasgado vacío en el que viven.

Los cuentos de Monge presentan hombres que viven solos y que intentan recuperar la normalidad; pero una normalidad muy kafkiana, ya que todos ellos se despiertan convertidos en algo que no desean ser, como el protagonista de La transformación. Del mismo modo que Samsa, tienen también problemas para darse la vuelta, para ubicarse, para asir los grifos, para desperezarse. No gustan de salir de casa (p. 106), les gusta el aislamiento: “los hombres somos como los ermitaños, como esos crustáceos que buscan refugio en la coraza” (p. 112), haciendo buenas las tesis de Lipovetsky sobre el individuo contemporáneo encerrado en su burbuja narcisista
[2]. Sus dudas de identidad son tales que hasta reciben en el contestador llamadas de teléfono que no son para ellos, hechas por los personajes perdidos en otros relatos. También se encuentran entre ellos mientras pasean: la mujer que protagoniza “El temblor de las palomas” se topa, mientras saca a pasear al perro, con el desolado personaje de “La piel de los cangrejos” (p. 113), y con el simbólico Ulises de “El laberinto cerrado” (p. 95). Son personajes destruidos, psicologías a punto de salir de sí. La primera persona parece una tercera persona del singular, y a veces lo es. Son sombras arrastradas en lucha contra la confusión de su propia mente y su adecuación al mundo. No sé si son autorretratos de Monge, a ello invita la puntual aparición de una extraña primera persona, aunque me he sentido muy identificado con estos coleópteros inadaptados para la vida social que describe en Arrastrar esa sombra. Las escasísimas conversaciones reproducidas en sus relatos son muestras geniales de incomunicación, de personas que marcan su distancia al hablar, en vez de generar acercamiento. Si he entendido bien, en un solo día, la narrativa de Emiliano Monge, debería constituir un ejercicio estético y doloroso de comprobación de lo solos que estamos ante el mundo.


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Notas
[1] Salvador Elizondo, “La puerta” (1966), Narda o el verano; Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2000, p. 94.
[2] G. Lipovetsky, La era del vacío; Anagrama, Barcelona, 9ª edición, 1996, p. 33.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

Una pregunta: en "Ultimos comentarios especialmente relevantes" ¿pones los comentarios realmente relevantes o a personas que comentan que tienen alguna fama, sean o no relevantes sus comentarios? Me parece que lo segundo porque he visto mejores, grandemente, comentarios de personas que no poseen cierta fama en este mundillo y no están en "Ultimos comentarios especialmente relevantes".

Pero asi es esto...

Magda Díaz Morales dijo...

Siento pena de no haber tenido conocimiento de que estarías por estos lares, me hubiera gustado saludarte. En otra ocasión será.

Un abrazo, mis mejores deseos para 2009.

Vicente Luis Mora dijo...

Quizá debí haber avisado. Otra vez será. Saludos.