martes, 31 de octubre de 2006

Modernidad y no se acaba

MODERNIDAD (Y NO SE ACABA)


Andrés Sánchez Robayna, De Keats a Bonnefoy (Versiones de poesía moderna); Pre-Textos, Valencia, 2006

No abundan los libros con dudas de identidad, pero estamos ante uno de ellos. Tomado en cualquier librería, el lector hojearía el índice, vería un pequeño prólogo, y luego un centenar de poemas, correspondientes a 24 poetas, más un epílogo y unos apéndices. A la pregunta de ante qué género de libro se encuentra, hasta el menor dotado de los lectores habría de responder: “antología”. Pero nos encontramos ante el extraño hecho de que el autor o compilador del libro, el poeta, traductor y ensayista canario Andrés Sánchez Robayna, señala hasta dos veces que el presente libro “no es, no puede ser, una antología” (p. 19).
Pero lo es. Y no sólo porque los pragmáticos editores de Pre-Textos hayan editado el libro dentro de una colección precisamente llamada “Antologías”; tampoco porque a reconocerlo llame el sentido común, sino porque el mismo antólogo, lacaniana y restrictivamente, hace que el lenguaje nos hable otorgando a un simple “sin embargo” un drástico poder significativo: “todos estos poemas, sin embargo, -cada uno a su manera-, expresan la diversidad de movimientos, direcciones y estéticas que caracterizan al período literario nacido con los románticos alemanes e ingleses y que hemos dado en llamar la modernidad en poesía” (pp. 19-20). El sin embargo no se refiere a la frase anterior, sino a todo el párrafo, precisamente el que niega que De Keats a Bonnefoy sea una antología. Esto tiene una explicación: Robayna sabe que el libro, como antología de la poesía moderna, es incompleto (cualquiera lo sería, como bien dice, algo así ocuparía “varios volúmenes”), y faltan algunos nombres trascendentales para que fuese tal, como los de Rimbaud, Duccase, Wordsworth, Mallarmé, Rilke o casi todo el Surrealismo. Por ese motivo, prefiere no hablar de antología, que es una manera de decir que el libro que se presenta se cree interesante, pero que no cumple los requisitos habituales de la antología como libro.
Son ciertas ambas cosas, pero sobre todo, y esto es lo que nos importa, es cierta la primera. Estamos ante una muy necesaria antología que, en su vertiente de florilegio o presentación de poemas (“flores”, en el sentido de las Flores de poetas ilustres de Espinosa, recientemente rescatada), ofrece un amplio mapa de poesía moderna; uno de los posibles, sí: pero uno de los indispensables. Toda antología se caracteriza por tres cosas: por traslucir un concepto (y una voluntad) de canon literario, por incorporar un programa estético y, en consecuencia con ello, por delatar una ideología. Algo que ha ido dejando claro José Francisco Ruiz Casanova en sus conocidos trabajos sobre este singular género editorial. Lo del innegable programa estético es algo en lo que Robayna, respecto a otras antologías suyas (como Las ínsulas extrañas, en colaboración con otros poetas), no suele estar muy de acuerdo; pero en esta antología, por ejemplo, que parecería el fruto casual y mecánico de los diez años de trabajo del Taller de Traducción Literaria creado en la Universidad de La Laguna, hay un programa muy claro. A esta conclusión nos llevan algunos detalles: por ejemplo, el hecho de que las versiones que ya tenía el Taller “las hemos completado con otras nuevas realizadas expresamente para este libro” (p. 20), con lo cual había una idea o línea que completar. Más detalles: el subtítulo del libro reza: “Versiones de poesía moderna”, y eso, como iremos viendo y tratándose de Sánchez Robayna, está muy lejos de ser causal, primero porque el vate canario está embarcado en un proyecto estético continuador de la modernidad y minuciosamente opuesto a cualquier posmodernismo; segundo, porque las líneas de poesía moderna extranjera aquí recogidas y traducidas son las que más le han interesado e influenciado al autor de la antología.
Si, como decía Bloom, “el modernismo es tan viejo como la Alejandría helenística”, también es dable apuntar que el modernismo es tan actual como la Web 2.0 o el uso de células madre. Como apuntaba Levin hace ya treinta años en “What was Modernism?”, el modernismo se piensa a sí mismo “en el presente de indicativo, separando la modernidad de la historia” (Refractions, 1996). Junto a la posmodernidad, entendida aquí para no extendernos como la lógica cultural del capitalismo tardío (Frederic Jameson), y también junto a los primeros resabios de algo que ya no es ni posmodernismo ni Modernidad (lo que denomino lo pangeico), lo moderno tiene unas clarísimas pervivencias intelectuales, éticas y estéticas que siguen asomando su rostro en la literatura en castellano, tanto en la hispanoamericana como en la española. Como decía Robayna en un ensayo significativamente llamado “Algo más sobre la melancolía postmoderna”, “la muchacha desnuda de Marcel Duchamp callejea aún por los suburbios de la ciudad industrial y se detiene para dirigirnos un gesto obsceno”. Ese ensayo, incluido en La luz negra (1985), venía a denunciar las trampas historicistas e ideológicas que, a su juicio, intentaba asentar el posmodernismo advenedizo, citando no en vano a Habermas, el mismo filósofo que hiciese célebre la idea de Modernidad como “proyecto incompleto” y retomable. Robayna y su círculo próximo de intelectuales y poetas canarios, agrupados en torno a la magnífica revista Syntaxis, han mantenido ese ideario como una firme columna estética, en cuya cima no están, ni mucho menos, solos: allí se podrían encontrar el ensayo de Eduardo García Una poética del límite (2005) o poetas como Josep M. Rodríguez, José Luis Rey o Antonio Lucas, por citar tres nombres de poetas muy jóvenes que sostienen, esta vez con la práctica, poéticas tan actuales como innegablemente modernas.
Sí, lo moderno (al menos, lo moderno literario) está aquí para quedarse. La posmodernidad ha ofrecido nombres, técnicas y obras muy estimables, pero que salvo casos puntuales (Pynchon, Calvino, cierto Ashbery) no ha conseguido cénits literarios a la altura de los modernos. No se está diciendo que no haya poetas como los de antes, sino que los grandes poetas de finales del XX y principios del XXI tienen una muy problemática adscripción posmoderna o, como Borges o el citado Ashbery, incumplen cualquier taxonomía razonable. Como decía Paul de Man, comentando una antología de poesía moderna parecida a De Keats a Bonnefoy, “nuestra época actual (…) está desarrollando su propia modernidad, pues vuelve a ser capaz de interpretar a los modernos anteriores como parte de un proceso histórico” (“¿Qué es lo moderno?”, 1965, en Escritos críticos; en el mismo sentido Claudio Guillén define ese como el trabajo posmoderno por excelencia en la última página de Lo uno y lo diverso, 2005). A este problema de perspectiva crítica hay que añadir que, debido a su longevidad como movimiento, la modernidad está cansada, según adjetivación del filósofo Patxi Lanceros; se encuentra en una fase algo terminal donde incluso quienes sacan de ella lo mejor elaboran sobre cauces (sobre todo estróficos) demasiado conocidos y transitados. Incluso no faltan quienes creen que el posmodernismo no sería más que un tratamiento paroxístico y exhausto de los temas, esquemas y estilos modernos. No quiero caer en fatalismos fukuyámicos, pero libros como De Keats a Bonnefoy trasladan la impresión de que estamos ante un “fin de la histórica estética”, que viene a decir con Paz que toda ruptura es ya tradición y que el buen camino consiste en seguir, con más o menos transgresiones lingüísticas puntuales, los senderos ya trazados. Esperanzado en esos atisbos de nueva poesía, ya no moderna ni posmoderna, que se detectan de unos años a esta parte, creo que aún hay algo por venir, pero esa es otra historia.
Y dentro de la Modernidad hay, por supuesto, varias líneas, desde la Romántica con la que comienza hasta las vanguardias históricas, que suponen su última y no poco interesante manifestación (el modernismo como estilo sigue, la Modernidad terminó); entre medias caminan postrománticos, naturalistas, modernistas, regeneracionistas, y un sinfín de ismos de diverso valor. De estas variantes, el Taller de Traducción de la Universidad de La Laguna, autor de las traducciones incluidas en este libro, “se inclinó por la elección de textos definidos por su complejidad o dificultad estética” (p. 15), lo que en román paladino quiere decir que al Taller le interesaba, de todo el movimiento moderno, aquella línea que partiendo de Wordsworth y hasta Jàbes, persigue un sublime estético caracterizado por estas notas: un grand style o expresión artística elevada, una profundidad intelectual (es decir, una poesía de la indagación, bien expresiva, bien contemplativa), una búsqueda de horizonte abismado o de asomo a la Nada del ser (véase el significativo epílogo de Ramos Rosa a la antología), un arte que ponga en crisis los medios formales de expresión para llegar más allá, y una complejidad técnica suficiente para soportar todos esos pesadísimos materiales y operar el milagro de hacerlos ligeros, esto es, legibles, bien que con cierta (o mucha, según casos) actitud intelectual por parte del lector para completar el sentido de los textos. Me arriesgo a decir que no hay ni un solo ejemplo entre los 24 poetas recogidos en la antología que se mueva un ápice de esta línea que Paul de Man llamaría de Alta Modernidad. Es cierto que faltan algunos, sobre todo germanoparlantes, pero también es cierto que la intención del libro (y del propio Taller) no es agotar, sino sumar, algo ciertamente loable y que merece todo el aplauso de un lector inteligente, que sabe de sobra que no abundan las buenas traducciones de buena poesía, y eso, sin duda alguna, es lo que ofrece este volumen. O debiéramos decir: magníficas traducciones de parte de la mejor poesía europea de todos los tiempos.

(Reseña publicada en revista Quimera, octubre 2006)

Ashbery y su Autorretrato: retrato de un libro en dos tiempos




John Ashbery, Autorretrato en espejo convexo. Visor, Madrid, 1990, traducción de Javier Marías.








John Ashbery, Autorretrato en espejo convexo; DVD Ediciones, Barcelona, 2006, edición y traducción de Julián Jiménez Heffernan.




Lectura de Autorretrato en espejo convexo, a partir de uno de sus poemas

 
ODA A BILL
Algunas cosas que hacemos llevan mucho más tiempo y son consideradas provechosas y normales. Me dispongo a desviar mi rumbo y dirigirme hacia la plantación de maíz. A mi izquierda, gaviotas, en vacaciones de interior. Parece que les importa el modo en que escribo.
O, por poner otro ejemplo, el mes pasadome prometí escribir más. ¿Qué es escribir? Bueno, en mi caso, consiste en poner sobre el papel no tanto pensamientos como ideas, quizá: ideas sobre pensamientos. Pensamientos es un término demasiado grandilocuente. Ideas es mejor, aunque no exactamentelo que quiero decir. Algún día lo explicaré. Pero no hoy.
Me siento como si alguien me hubiese hecho un chaleco que yo llevase puesto al aire libre en el campo debido a mi lealtad a esa persona, aunque nadie hay ahí para verlo, sólo yo con la visión interna de mi apariencia.Llevarlo puesto es tanto un deber como un placer porque me absorbe, me absorbe demasiado.
Un caballo se destaca de forma irregularen la distancia. ¿Y estoy yo recibiendo esta visión? ¿Es mía, o se la debo ya a otras visiones, no sentidas o no registradas en la gran curva relajada del tiempo, todos los manantiales olvidados, las piedras arrojadas, las canciones de repente oídas y luego oscurecidas por el olvido cotidiano? Él se aleja lentamente, levanta la cabeza y le formula al cielo una pregunta persistente. También a él cabe sacrificarlo en aras del progreso final, porque debemos continuar.
[Versión de Jiménez Heffernan]




1# Dónde colocar a Ashbery

A pesar de que algún crítico de Babelia lo considere como un autor menor, buena parte de las personas inteligentes del planeta con ciertos conocimientos de poesía consideran a John Ashbery como uno de los mayores poetas vivos. Eso sí, puede que seamos nosotros quienes estemos equivocados. Entre las personas reacias a Ashbery abundan las personas con alergia a la teoría; no sólo la que se desprende de la obra –que en Ashbery no es poca–, sino también a aquella que es necesario leer para estar uno a la altura de lo leído. Otra dificultad que aleja a muchos es la ruptura de la prosodia tradicional y del estilo convencional y silogístico que se ha impuesto en gran parte de la lírica del XX, que Ashbery se divierte quebrando con los procedimientos más insospechados, los manierismos coloquiales (deliberadamente antipoéticos, como recuerda Heffernan, p. 242) o el platónico sothein ta phainomena, que consiste, aplicado a Ashbery por Edward Larrisy, en conceder “una atención inusitada a detalles marginales no asimilables a una narración cerrada” (citado en p. 239). Quienes busquen en la poesía sosiego y elegancia, desde luego, se han equivocado de poeta; quienes persigan en la poesía altura intelectual, grand style, vigor salmódico, búsqueda de nuevas vías expresivas, indagación moral, capacidad traumática de revolver en las entrañas (físicas o mentales) del lector, tendrán en Ashbery un culmen inalcanzable, el poeta con el que todos los demás deben medirse.

En una reseña reciente sobre poesía moderna, sosteníamos que la adscripción de Ashbery al posmodernismo es problemática. Y, en efecto, creo que lo es. El poema en cuestión que hemos elegido es claramente posmoderno, ya que reúne la mayoría de los requisitos de estilo posmodernista que hemos citado en otro lugar (http://www.vicenteluismora.com/postmodernidad.htm). Pero un poema no da cuenta, por sí solo, del estilo de un libro –y mucho menos de la obra de un autor– y hay muchas otras piezas, incluso sin salir de este volumen, que animan a hablar de modernismo tardío. En esta “Oda a Bill”, de hecho, hay técnicas o procedimientos posmodernistas, pero la concepción del poema responde, claramente, a una visión moderna de la poesía. Ashbery se debate de forma continua entre ambos polos, y en esa tensión reside buena parte de su inconfundible voz.



2# La visión

Observemos otro poema del libro, “Grupo de danza lituana”:


Te escribo para airear estas ideas sentimientos tú estásmuy probablemente conduciendo por la ciudad en tu pequeño coche(…) espera un rato habrá tiempopara otras decisiones pero ahora quiero concentrarme en estaimagen de ti seguro tal como te imaginoporque tú eres así dónde estás estás en mis pensamientos

Y ahora volvamos a la “Oda a Bill”:


Me siento como si alguien me hubiese hecho un chaleco que yo llevase puesto al aire libre en el campo debido a mi lealtad a esa persona, aunquenadie hay ahí para verlo, sólo yocon la visión interna de mi apariencia.Llevarlo puesto es tanto un deber como un placerporque me absorbe, me absorbe demasiado.
Un caballo se destaca de forma irregularen la distancia. ¿Y estoy yo recibiendoesta visión? ¿Es mía, o se la debo yaa otras visiones,


Si yo fuera Jiménez Heffernan, ahora tendría que hacer una larga línea, entre Locke y Merleau-Ponty, supongo, hablando de la fenomenología de la percepción, pero hoy no tengo fuerzas para tanto. Me conformo con enfatizar el modo en que la visión del sujeto elocutorio de Ashbery responde a un voluntarismo schopenhaueriano, a una proyección que es consciente de ser tal. Toda visión poética, en cierta manera, es una proyección voluntarista, ninguna (ni siquiera el modo cámara del realismo más ortodoxo) se libra de una previa visualización que acaba determinando lo observado (nada de Heisenberg hoy, tampoco). Pero esa voluntad no se deshace de la duda, de la pregunta sobre la propia naturaleza. En “Imposible saberlo”:
Todo esto trata del cuerpo y se dispersaen fragmentos laminados, todos por ahípero difíciles de interpretar correctamente ya queno hay ninguna posición privilegiada, ningún punto de vistacomo el “yo” de una novela.

En otro poema, “Como uno al que meten borracho en un paquebote”, leemos:


Una mirada vidriosa te detieney sigues caminando tembloroso: ¿era yo el percibido?¿Me vieron esta vez como yo soyo se ha pospuesto de nuevo?


Lo desarmante de Ashbery es su naturalidad para poner en cuestión el método al mismo tiempo que lo utiliza, para arrojar crítica sobre sí mismo, sobre su posición al escribir un poema, construyendo literatura sobre esa duda –metódica–. Es obvio que esos procedimientos, unidos al sarcasmo con el que contempla (y se contempla) son modos de reducir la soberbia, atando la tentación de la excesiva subjetividad. Ashbery se pone a nuestro lado, y mira desde ahí al Ashbery que escribe, comentándonos al oído: “mira, está perdido, no tiene ni idea de lo que intenta decir”; ello nos motiva una sonrisa, pero acto seguido pensamos: “¿y nosotros? ¿Qué pensamos? ¿Qué intentamos decir?”. Ese es el milagro de la poesía de Ashbery (no contar las dudas, sino reproducirlas en la mente de quien lee), y es una de las consecuencias de la perspectiva cientifista con la que Ashbery aborda la escritura, perspectiva sobre la que luego volveremos. El resultado no nos permite hablar de metaliteratura, porque no es una reflexión sobre la poesía lo que Ashbery propone, ni sobre la palabra. Estamos ante una metaepistemología, está reflexionando sobre los presupuestos epistemológicos de la reflexión visual. Los equivalentes de este poema no están en los manuales de poética, sino en los tratados de Gombrich y Berger o en el Arte y percepción visual de Rudolph Arnheim. Esa concepción incluye al lector, nos incluye a nosotros, que nos sentimos interpelados por esa visión. Como dice el poeta en “Self-Portrait in a Convex Mirror”, “la sorpresa, la tensión están más en el concepto / que en su realización”. El pintor del autorretrato no es el sorprendido por la mirada de Ashbery, “él nos ha sorprendido mientras trabaja”. Del mismo modo, Ashbery descubre las miserias y callejones de salida de nuestro pensamiento mientras va formulando el suyo: “cuando todo este asunto comienza a asustarte incluso a ti, / su creador y promotor” (“Grand Galop”).


3# El pensamiento poético


(…) ¿Qué es escribir? Bueno, en mi caso, consiste en poner sobre el papel no tanto pensamientos como ideas, quizá: ideas sobre pensamientos. Pensamientos es un término demasiado grandilocuente. Ideas es mejor, aunque no exactamentelo que quiero decir. Algún día lo explicaré. Pero no hoy.


El pensamiento poético de Ashbery está construido de una amalgama de ideas que se entrecruzan y que se disponen sobre el papel como un campo de batalla. Pragmático, en la densa tradición americana que lleva de James a Rorty, con ingerencias cientifistas que ayudan a relativizar las cuestiones de peso, Ashbery se plantea, como el Parmagianino que protagoniza “Autorretrato en espejo convexo”, que “todo es superficie”, y que “la superficie es lo que hay allí / y sólo puede existir lo que hay allí”. A priori, ninguna trascendencia. Ningún límite, siempre que no se salga del propio pensamiento, materializado, como antes vimos, en una proyección voluntarista con la que jugar, o desde la que jugar. Un juego con los límites marcados, porque esa superficialidad de la observación no es traspasada con el lenguaje:


Y así como no hay palabras para la superficie, o sea, no hay palabras que digan lo que realmente es, que no es superficial sino un centro visible, así tampoco existe solución para el problema del pathos enfrentado a la experiencia. (“Self-Portrait in a Convex Mirror”)


Como decía Miguel Casado en un inteligente ensayo sobre el poema de Ashbery, “por un lado, es realista y engañoso a un tiempo, porque propone el problema de las relaciones entre el lenguaje y la realidad. Por otro lado, parpadea de modo continuo, mostrándose a veces como el retrato de otro, a veces como autorretrato: propone el problema de la identidad o la alienación, de los límites entre sujeto y objeto” [1]. Pero nos equivocaríamos si le reconociésemos al autor un poder sistémico de pensamiento que no se arroga. En realidad, es lo que cuestiona y de lo que huye, aunque su formación provenga (como la de todos, por desgracia) de esquemas holísticos. No podemos dejar pasar la preferencia de Ashbery:


Bueno, en mi caso, consiste en poner sobre el papel no tanto pensamientos como ideas, quizá: ideas sobre pensamientos. Pensamientos es un término demasiado grandilocuente. (“Ode to Bill”)


Esta aparente humildad esconde, como siempre en este poeta, algo mucho más profundo. Su método no es filosófico (según algunos, tampoco es demasiado poético), pero eso debe de darnos igual, porque su actitud sí es filosófica, y desde luego es poética. Como los metafísicos ingleses, como Eliot, como Juan Ramón o como Valente, su trabajo camina en una linde donde la indagación poética lleva de la mano a la filosófica. ¿Y cuál sería, en el caso de Ashbery, su filosofía? Ésta, a mi juicio: “yo mismo soy un holista, pragmatista, historicista y contextualista convencido. No creo que haya pequeños nodos analizables llamados ‘conceptos’ o ‘significados’ de la clase requerida por la descripción de la propia tarea de los filósofos analíticos. Mi primer impulso, cuando me explican un enigma filosófico, es intentar disolverlo en vez de resolverlo. Así que habitualmente cuestiono los términos en que el problema está planteado e intento proponer una nueva serie de términos en los que el supuesto poema ya no puede ser planteado” [2]. Esta frase de Rorty es trasladable, casi sin más, al presupuesto epistemológico, casi más destructivo (o deconstructivo) que creador en sí; su poesía es una puesta en cuestión de los conceptos dados:


Parece un universo muy hostil pero, como el principio de cada cosa individuales también hostil y existe a expensas del resto, como muchos filósofos han señalado, al menose sta cosa, el presente mudo e indiviso, tiene la justificación de la lógica, lo cual en este caso no es maloo no lo sería, si no fuese porque el modo de decirlo no importunase un poco, tergiversando el resultado final hacia una caricatura de sí mismo. (“Self-Portrait in a Convex Mirror”)


Lo que provoca que cualquier corolario, incluso el más satisfactorio desde el punto de vista filosófico, resulte absolutamente inútil:
Ve los cuadros en la pared. Una simple muestra de la verdad. Pero uno nunca tiene suficiente. La verdad no satisface. (“Absolute Clearance”)


Un proceso (en los dos sentidos de la palabra) al Sentido que alcanza su clímax en “Grand Galop”, un poema excepcional, y que se materializa al final acaba en una tautología no tan fácil de ver como parece: para Ashbery la poesía es una pregunta para ponerse en cuestión: como sujeto perceptivo, como ser humano, como discurso hablante o sujeto elocutivo. Si la respuesta es fracturada, es porque lo está el sujeto de fondo. Si el discurso tartamudea, se acoge a la coloquialidad o al humor desgarrado, es porque intenta, hasta el último momento, negar la evidencia del sinsentido. Por eso me emociona tanto esta poesía, supongo. Me recuerda que, a mi humildísima y misérrima escala, mi propia poesía tampoco me procura más que vacío ante mi deseo de absoluto. A Ashbery, en grande, le ocurre lo mismo. La única diferencia de fondo entre un filósofo y un poeta es que cuando llegan a la conclusión de que su arte no es suficiente, de que nunca les dará, siquiera a sí mismos, una explicación satisfactoria del mundo, y de que su brillante construcción es un hermoso fracaso, el filósofo calla… y el poeta lo cuenta. Y hay que tener una gran altura moral para mostrar, desde la altura y la visibilidad mundial del poeta norteamericano, estas carencias a quien sepa verlas. En “Grand Galop” hay un instante bastante explícito:
Si al menos concluyera el entremés, pero es interminable.Pero queda este consuelo:si al final resulta que no valía la pena hacerlo, no lo he hecho;si la visión me aterroriza, no he visto nada; si la victoria es pírrica, no he vencido.


Estamos ante la clausura del pensamiento que para Derrida caracterizaba, precisamente, ese momento de apertura de una época dentro de la anterior, cuyo pensamiento se configura como algo “perfectamente neutro, un blanco textual” [3], y que la poesía de nuestro autor ejemplifica como pocas; es casi un modelo de esa clôture en cuanto reproducción de lo Moderno dentro de una posmodernidad diluida o de una tardomodernidad férrea (según el libro; quizás, según el poema). Ashbery es muy capaz de hacer poesía de puro pensamiento, como es muy capaz del hallazgo sonoro y estetizante: “the limes / are duly sliced”), o de la ruptura semántica y sonora; pero parece preocupado, en realidad, por comprobar qué puede hacerse con todos esos modos de decir, con las posibilidades de articulación de todas las retóricas al servicio de algo, y ese algo es, precisamente, el poema. Esto es obvio, pero nos lleva a una interrogación mayor: ¿qué poema? Pregunta que se incardina, en puridad, en ésta: ¿para qué el poema? Y el poema es en Ashbery una construcción de sonido + sentido donde la prosodia y su ritmo (trocaico, a veces), se corresponden con una explicación que se agota en sí misma, en la convención de una respuesta que se vertebra como pregunta. La poesía de Ashbery es una pura inquisición, una indagación libre que se ha despojado de dos ansiedades: la de tener razón, por un lado; la de acceder a respuestas, por otro. Es un enunciado rítmico que se sostiene en el vacío, como una cinta de Moebius en movimiento perpetuo, una paradoja flotante que quizá intenta enseñarnos que todo es una paradoja, una aporía científica sustentada en que todo tiene explicación racional pero nada tiene sentido; y que quizá –y esta sería su vertiente ética, su lectio– es mejor que así sea, que las cosas no sean razonables porque la razón da un motivo para “llamar al orden” al no sujeto, al diferente. Todo el cientismo de Ashbery está al servicio de la entropía: la Física, para él, demuestra “objetivamente” que no hay nada más que caos, y de ahí su debilidad afectiva o afinidad electiva por la teoría de la relatividad, presente en el poema sobre el Parmagianino. Para él es un sistema explicativo perfecto: implica que la posición del individuo, el lugar de su percepción, es esencial para dar un sentido al universo, para dotar de legitimidad a la enunciación. Implica que toda ley es, en suma, un punto de vista sobre el mundo. Y que, por ese motivo, no hay ley sobre las demás leyes, ni hombre sobre los demás hombres, ni Razón por encima de las razones. Su poesía es, por ello, una auténtica cosmovisión, lo que coloca a Ashbery en una nómina de poetas “cósmicos” donde tiene escasa compañía Dante, Lucrecio, Hölderlin, Fray Luis. Poetas que son, a la vez, sistemas articulados (o desarticulados, en su caso) de pensamiento.


Notas
(1) Miguel Casado, “Ashbery: el poema como lugar habitable”, Del caminar sobre hielo; Antonio Machado Libros, Madrid, 2001, p. 144.
(2) Richard Rorty, “Filosofía analítica y filosofía transformativa”, Filosofía y futuro; Gedisa, Barcelona, 2002, p.72.
(3) Jacques Derrida, De la gramatología; Siglo XXI Editores, México, 1978, p. 126. Véase también "El teatro de la crueldad y la clausura de la representación", en La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, 1989.