domingo, 3 de diciembre de 2006

Crónicas de la FIL de Guadalajara (México)


De regreso

30 de noviembre, jueves

Al despertar, en el cielo mexicano, dos líneas en el cielo, dos estelas de avión supersónico, dibujando una carretera hacia el infinito en el desierto añil.

***

El jueves intervine de nuevo, esta vez en acto organizado por la Junta, con Braulio Ortiz Poole y José Ramón Navarro. Había bastante público y un escándalo tremendo, porque un grupo mexicano para niñas llamado “Plástico” estaba en la FIL. Todos los escritores estábamos acomplejados: todas esas colegialas gritando e intentando tocarles. Recordé un párrafo de Fresán en Esperanto: ningún escritor se sentirá nunca, ni por un momento, como un guitarrista de rock cuando se sube a un escenario y arranca un riff a una Telecaster. Es cierto. Pero ningún roquero sabe gobernar el silencio; nosotros, algo, sí. El acto fue ruidoso, pero yo escribo siempre con la ventana abierta, y me sentía como en casa.

Lo mejor del jueves venía de la mano de Fresán: una conversación moderada por él, entre Robert Coover, Patrick McGrath, Jonathan Lethem y Peter Hobbs. Una auténtica delicia, un lujo. Una razón para venir, para estar. Coover tuvo una intervención, a partir de una pregunta de Fresán sobre qué hacer con los lectores del Código da Vinci y Harry Potter, que es uno de los textos (orales, en este caso) más impresionantes que he le(o)ído en mi vida. No pude ni tomar nota, lo siento, demasiado grande para parafrasear. Sí apunté esto de Lethem, uno de mis prosistas favoritos: “los escritores deben ser pesadillas críticas, las olas que surgen en un sembrado, moscas en un ungüento, la pesadilla en un sueño colectivo demasiado plácido”. Ahí queda eso.

Fresán les preguntó a los dos ingleses qué novela norteamericana preferían, y a los dos norteamericanos, la inglesa. Hobbs dijo Moby Dick. McGarth lo mismo, pero como se siente un norteamericano (vive en Manhattan, a dos manzanas de la Zona Cero), habló de Cumbres borrascosas. Lethem apuntó a Dickens, a Greene, e hizo una apasionada defensa de Iris Murdoch. Coover apuntó a Sterne, a Beckett, a Joyce, a O’Brien. Y también, supongo que para sorpresa de muchos, a la novela hispanoamericana.

Si tuviera que destacar algo de estos autores, de esta mesa redonda, fue la humildad que todos los escritores mostraron en todo momento. Algo para reflexionar. Por cierto, los únicos escritores españoles que estábamos allí éramos Jorge Herralde y yo, si no miré mal, y creo que no.

También para reflexionar, creo.



29 de noviembre, miércoles

Influencia. Recorría Guadalajara en taxi, y me daba la impresión de estar en un suburbio a las afueras de Los Ángeles. Recordaba Viaje al fin del paraíso, de Eduardo Subirats, a quien conocería el día siguiente, y me daba cuenta de hasta qué punto la exportación iconológica que los Estados Unidos hacen de su way of life es evidente en la arquitectura, en la señalética, en la iconosfera mexicanas; es clara la influencia sobre su idioma, la copia mexicana de la concepción USA del espacio rodado, de sus sueños. “Gripe” en México se dice influencia, trascripción casi directa, y muy simbólica, de la “influenza” del inglés.

***

Ayer volví a escuchar a Jorge Volpi, esta vez en una mesa titulada “Literatura y poder”, con Santiago Roncagliolo y el escritor canadiense Yann Martel, moderados inteligente y discretamente por Seatiel Alatriste. Roncagliolo expuso cómo él escribe sobre lo que le afecta, y la política le afecta (como a todos), directamente. Contó su pasado de hijo de exiliado político: “pertenezco a una generación a la que se le han caído todas las creencias”. La literatura de los 90, dijo, era una literatura del optimismo, que ha pasado actualmente al pesimismo, en todas partes. Dijo Roncagliolo que en Europa nadie quiere que hable de política al referirse a sus libros, que aquí gustamos de verlos como thrillers, mientras que cuando vuelve a Hispanoamérica, lo que le interesa a los lectores es la trama política, más o menos clara, de todos sus libros. En su opinión, el mayor riesgo que se corre al hacer novela política es que la ideología del autor contamine a alguno de los personajes.

Volpi se colocó dentro de una generación que no tuvo nunca desencanto frente a lo político porque nunca se sintió encantado con la política. Sus compañeros mexicanos y él crecieron en una época, aún no muy lejana, donde parecía que el PRI iba a gobernar el país siempre. Esa perspectiva de continuismo eterno y sus estudios de doctorado le llevaron a considerar el país como una obsesión constante. Algo con lo que tomó contacto real cuando fue nombrado agregado cultural de México en París, experiencia que le demostró que en su país la ley y la justicia parecen operar como una ficción. Entre unas cosas y otras, la dialéctica focaultiana saber/poder le ocupó varios años y una tesis doctoral sobre la relación entre los intelectuales y el poder. En ese diálogo tienen lugar varios libros suyos, como La guerra y las palabras, dedicado al conflicto zapatista, o La paz de los sepulcros, una novela que pronto será reeditada. En relación con esta última, recordó que un político le dijo una vez: “Volpi, en política siempre ganan los malos”. Cuenta en esa novela el asesinato de un candidato electoral, y fue publicada tres semanas antes de la muerte del candidato Luis Donaldo Colosio. A juicio de Volpi, los intelectuales (en general, no sólo los de su país) están fascinados por el poder, por los modos de ficción del poder, aunque las experiencias de contacto directo, como la suya, suelen acabar mal. Hoy, más que guiar al público, Volpi piensa que el papel del intelectual es informar a la opinión pública.

Yann Martel, a quien no he tenido el gusto de leer, comenzó diciendo que no ha leído en Canadá ninguna novela política porque, a su juicio, este tipo de novelas se escriben en aquellos lugares donde el sistema político no funciona. A su juicio, cuando en Canadá a un escritor no le gusta algo no muestra su indignación escribiendo, sino votando. A mí me dio cierta envidia: qué suerte vivir en un país donde las cosas cambian con los cambios de gobierno. Para Martel, las novelas demasiado comprometidas se quedan con los años en un relato con un mero interés sociológico e histórico, pero no literario: citó al efecto La cabaña del tío Tom. Él prefiere pensar que los cuatro años de trabajo que dedica a cada novela se invierten en algo que no pierde de vista lo eterno, lo no perecedero.

***

La complicada situación política mexicana es de una omnipresencia terrible, silenciosa. Ellos no hablan. Nos escuchan a nosotros hablando de lo que ocurre en su país, sin añadir, sin corregir, sin estar de acuerdo ni en contra. Los taxistas miran al frente y callan. Son demasiados años de silencio, supongo. O quizá piensan para qué hablar, si ya está todo hablado. Hablado y bien hablado.

***

Ayer, día 28, segunda parte de la mesa redonda sobre narrativa e invención. Julio Ortega, el moderador, comienza con una frase a tener en cuenta: “la novela es inventiva porque inventa un modo de leer”. Sigue Ortega con el Quijote, que también será hoy protagonista y que ha sido el libro de fondo de la conversación de estas mesas. Para él, don Quijote tiene la intención de alfabetizar a Sancho, de pasarlo “de lo oral literal al camino de las representaciones”, del mismo modo que Rubén Darío enseñó a escribir a Francisca Sánchez, su mujer.

Carmen Velasco comenzó su intervención centrándose en el espacio de la literatura femenina, de la que es teórica, reivindicando un canon alternativo de la narrativa de la innovación centrándose en nombres como Dinesen, Archer, Woolf o Jellinek, y explicando su concepto de orfandad de la literatura femenina. A pesar de sus evidentes nervios, supo apuntar alguna idea hermosa: a su juicio, lo real inaprensible, en sentido lacaniano, es como un mar al que intenta, como narradora, arrancarle espacios de tierra firme. Frente al resto de los participantes de la mesa, que centraron su ponencia en los modos de recuperación del pasado, Velasco explicó que su obra tiende al futuro, dentro del ámbito narrativo de la ciencia-ficción, y busca la superación de géneros (en ambos sentidos).

Pedro Ángel Palou hizo una intervención extraña, pero en la que, con cierta dificultad expositiva, fue dejando hallazgos. Comenzó con una cita de Faulkner, por la cual escribir una novela es volver a leer; una idea en la línea de la opinión arriba citada de Julio Ortega. “Creo –dijo- en la novela como un ejercicio de conocimiento y, por ende, de descubrimiento”. No le interesa repetir libros, reinventándose a sí mismo en cada entrega. La novela, explicó, es para él un ejercicio de riesgo que implica saltar al vacío. “Creo que la novela, a diferencia de la poesía, que es un género más introspectivo, es más esquizofrénica. El novelista debe su arte o su oficio a la temática que está tratando en su novela”, apuntó. “Una nueva novela mía representa una manera nueva de decir”. Para él (luego fue contestado sibilina e inteligentemente por Alfredo Taján en este punto) el estilo es un amaneramiento, un tipo de pose. Cada libro es una nueva voz, que responde al tema específico que desarrolla.

Isaac Rosa comenzó, como Ortega y Carmen Velasco, hablando del Quijote, gran protagonista, como he dicho, de las mesas. Manifestó su opinión de que los lectores están cansados de cierto tipo de literatura, y que han sido maltratados por algunos autores, aunque no especificó cuáles. Mucha novela actual, dijo (y estoy de acuerdo) parte de una ausencia de lecturas de ciertos clásicos innovadores del XX. Disertó Rosa sobre el poder de la ficción para contar o recontar la historia, y de la importancia de la novela en la reconstrucción del pasado. El resto de su intervención la dedicó a hablar sobre la relación de estas ideas con El vano ayer, su difundida y premiada novela.

Alfredo Taján fue el único que leyó un texto, centrado en La sociedad transatlántica, y sobre su condición viajera, nómada, no de exiliado sino de trasterrado. Hizo una analogía entre la literatura y el viaje, entendida aquélla como desplazamiento inmóvil, según definición de Lezama Lima. Reivindicó el estilo y fue claro al decir: “no me considero experimental, sino exótico, o rara avis”. Su lugar excéntrico en la literatura actual (y en la mesa, donde ejerció un necesario contrapunto) proviene de la tensión del estilo literario, con el que confesó que le gusta “complicarse”.

Jorge Volpi comenzó su intervención con una curiosa diatriba contra el Quijote, no contra el libro sino contra el personaje, que para el narrador argentino no representa en absoluto los verdaderos valores humanos, para apuntar luego un curioso parecido triádico entre el personaje cervantino y el escritor. Para Volpi, los escritores nos parecemos a don Quijote porque nuestra locura deriva del acto de leer, porque “somos locos con límite” (esto es: a medio camino entre la sensatez y el delirio), y porque somos dictatoriales y tiránicos: tenemos una idea del mundo que queremos imponer a los demás. Para Volpi los escritores somos unos crueles impositores que quieren inocular sus ideas como quien difunde virus. Luego extrapoló estos temas a su experiencia personal: al hecho de nunca haberse sentido normal ni cómodo, heredando una cultura italiana casi apócrifa, irreal, de su padre. Siente que llegó a la escritura por la lectura no de libros, sino de mapas. En su infancia intentó hacer una enciclopedia de la medievalidad mexicana (algo inexistente) y realizó estudios alquimistas. Más tarde descubriría que la Literatura era el único modo de no renunciar a ninguna de esas cosas.

En el debate posterior, Palou hizo una observación inteligentísima: la creciente demanda y éxito de libros como Las cenizas de Ángela, de McCourt, y la vindicación de la realidad extrema, el testimonialismo y el biografismo se deben, a su juicio, a una banalización cultural general, por la que la sociedad ha perdido el respeto y la confianza en la ficción y se ha creído que cualquier existencia no sólo merece ser vivida, sino que además merece ser contada.

martes, 28 de noviembre de 2006

Crónicas de la FIL de Guadalajara (México)


28 de noviembre, martes

Ayer tuvimos a última hora la mesa organizada por la Feria sobre narrativa mexicana y española. Estuvimos en la mesa el organizador del acto, el peruano Julio Ortega, los escritores Juan Francisco Ferré Javier Fernández y un servidor por España, e Ignacio Padilla y Mónica Lavín por los mexicanos. La mesa resultó muy interesante porque Julio derivó la conversación hacia un tema que me es bastante querido: la experimentación y su lugar en la literatura.

Mónica Lavín habló a los asistentes sobre su obra narrativa (de la que no puedo hablar, porque no la conozco aún, todo se andará). Apuntó que a su juicio, toda literatura es experimental, puesto que es el resultado de una experiencia de lectura y otra literaria.

Javier Fernández, desde su formación científica, hizo un acercamiento al concepto de experimento como método basado en el juego ensayo/error, para luego adentrarse en un recorrido por su obra, desde su joyceana e inencontrable Paseo (1994), hasta su novela Cero absoluto (Berenice, 2005), de la que hemos hablado aquí, pasando por esa joya extraña, maldita, torturada, experimental y asombrosa que es Casa abierta (La Carbonería, Sevilla, 1999), que fascina a todos los que entran en contacto con ella. Es un libro necesitado de reedición; siempre estoy intentando convencer a Javier de que la haga, porque entiendo que es un libro que debería estar al alcance del gran público. Javier explicó su sistema de ahondamiento literario y la persecución de una literatura en estado puro, dirigida a la revelación de lo más humano que hay en nosotros, en unos términos que, por su sinceridad y emoción, creo que calaron en los asistentes.

Por mi parte, comencé mi intervención hablando de la vergüenza que me da siempre hablar de mi obra. Ayer en Guadalajara no tenía más remedio que hacerlo, pero ustedes disculparán que no lo haga aquí.

Más centradas en el tema de la innovación estuvieron las interesantes intervenciones de Ignacio Padilla y Juan Francisco Ferré. Para Padilla, que hizo un ajuste de cuentas a su propia obra, los mayores innovadores de la historia de la Literatura (se centró sobre todo en Cervantes y Sterne) eran, a su juicio, inconscientes de lo que estaban haciendo. A su juicio, “si la calidad de las novelas depende de la condición de experimento, envejecen rápidamente”. Tiene que haber un plus, un algo más, que se vea reforzado por la investigación formal, y no llenar la forma innovadora con accesorios argumentales. Padilla se desmarcó en la segunda parte de su intervención del tema de la experimentación para ahondar en la literatura difícil, en su opinión algo más valioso e interesante. Recordó la anécdota de Nabokov en su Curso de literatura rusa: cuando varios de sus alumnos le ponían como valor literario de algunas obras la sencillez, Nabokov hervía y acabó contestando a uno: “sencilla es mi mamá. La buena literatura es difícil”. Hizo una encendida defensa de la dificultad y apuntó algo en lo que estoy muy de acuerdo: la experimentación hoy sólo puede entenderse en su relación con las artes visuales.

Juan Francisco Ferré definió el experimentalismo como “la forma en que el talento humano resuelve los problemas que se le plantean”. Retomó la idea citada de Padilla y habló de la importancia que tiene hoy lo audiovisual, que ha logrado que nuestra cultura actual no sea meramente libresca, sino mestiza, en pleno maridaje con los medios de comunicación. Señaló cómo el cine y la televisión han transformado la percepción de la realidad, y cómo la televisión es capaz de mediatizar y manipular a las mentes. Para Ferré, el escritor actual debe tener esa realidad presente y debe debelar ese entramado desde su propia escritura, lo que explicó con ejemplos de su propia obra, como alguno de los relatos de Metamorfosis®. Apeló a la literatura difícil e innovadora, y denunció los criterios mercantiles con los que el mercado expulsa los valores de búsqueda e innovación, puesto que chocan contra el interés comercial.

El relatista Guillermo Busutil, desde el público, apuntó que muchas veces la novedad es una cuestión de buscar la perspectiva, de encontrar un ángulo nuevo desde donde observar las cosas.

lunes, 27 de noviembre de 2006

Crónicas de la FIL de Guadalajara (México)
(1)



26 de noviembre, lunes

Llegamos a las tres de la mañana al hotel. No tenemos ni idea de qué hora es en España. Posiblemente esté amaneciendo, pero nosotros no hemos podido dormir. Cuando aterrizaba el último avión, alguien aplaudió tímidamente. Pepe Oneto, a mi lado, decía para aplausos estamos nosotros.

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Desde el cielo, y de noche, México Distrito Federal es el dibujo de un microchip gigante, una extensión inconcebible de puntos amarillos, refulgentes, extendiéndose por todas partes, un tumor de fluorescencia mutante. No es una ciudad, sino una forma nueva de naturaleza.

*

Después de caminar dos horas por la Feria del Libro, miles de metros cuadrados llenos de volúmenes, es fácil llegar a la conclusión de que no se editan tantos libros como parece. En realidad la mayoría de estas miríadas verticales son veinte o treinta libros que cuentan lo mismo, de la misma manera, escritos por muchos autores diferentes y publicados de distinto modo.

*

Es fácil distinguir a los escritores españoles de los mexicanos: estos últimos se mueven y hablan tranquilamente, los españoles, por culpa del jet-lag, nos movemos, hablamos (y seguramente pensamos) a cámara lenta.

sábado, 11 de noviembre de 2006

Hamburguesas y poesía



Cada vez me interesa más ir uniendo aspectos sociológicos con los literarios; esta técnica aporta una saludable dosis de proximidad a lo real (sea éso lo que sea) y un acicate para no dejar de tocar suelo al hablar de poesía. Bien. En los últimos años he detectado una creciente presencia de McDonald’s y Burger King en los poemas publicados en España. Especialmente intenso es el tratamiento que Manuel Vilas dedicaba en Resurrección (2005) a sus visitas al McDonald’s en Zaragoza, hablando del poder “democrático” de obtener carne por tres euros. Y no es el único: Jorge Riechmann, desde una perspectiva radicalmente opuesta a la de Vilas, lo ha hecho en Poesía desabrigada (Ediciones Idea, Tenerife, 2006, p. 80) y Mercedes Cebrián, en un saludable e irónico punto intermedio, si bien más próximo a Riechmann, ha tocado también el tema, en un excelente poema, titulado “Contra la grasa, en vano”, incluido en su miscelánea de relatos y poemas El malestar al alcance de todos (Caballo de Troya, 2004), de la que pronto hablaremos aquí.

Si hacemos caso a ciertos politólogos internacionales (lo que haremos ahora a título pedagógico, para partir de algún sitio), Estados Unidos quiere transmutar el antiguo poder inervador de la burguesía en el poder conservador de la hamburguesa. A juicio de ensayistas norteamericanos como Barber, Ritzer o Schlosser, las multinacionales de su país están desarrollando un proceso para hamburguesar al mundo. Su hipótesis se basa en que los fenómenos de todo tipo, ya sean culturales, económicos o sociales, tienden a la racionalización, y, como expresa George Ritzer (La macdonalización de la sociedad, Ariel, 1996), el paradigma contemporáneo de la racionalización formal es el restaurante de comida rápida. Su modelo (rapidez, flexibilidad, eventualidad laboral, franquicia como rápido sistema expansivo) se desarrolló geométricamente durante los años 80 (allí) y 90 (en Europa), y demostró velozmente sus aptitudes para desarrollarse sin límites en un mercado global. La receta es también aplicable a otros modelos de negocio típicamente norteamericanos, como el Nasdaq neoyorquino, el índice bursátil tecnológico más importante, que suma en importancia económica lo que todos los demás juntos. Leamos las razones expuestas por su directora, D. Davis, por las que este mercado se independizó físicamente de Wall Street, sede tradicional de la Bolsa neoyorquina: "Es imprescindible que el público nos vea, que tengamos un gran escaparate, porque tenemos muchos pequeños accionistas. (...) necesitamos un sitio popular. Cuanto más público, más nos conocerán, luego más venderemos". Como saben los lectores, ese sitio es... la calle. Los índices salen en Times Square, proyectados en gigantescas pantallas que pueden ver al año 458 millones de transeúntes. El autor del artículo de donde extraigo la información, Javier Martín, señala con perspicacia: "Los directivos del Nasdaq han copiado la estrategia del fast-food para popularizar el fast-stock. Hamburguesas y start-up tienen en común la riqueza en calorías y su alta volatilidad; y su público, que entra con la misma velocidad que sale". Así es, en efecto, porque ese es el modelo general americano. Dice Vicente Verdú en ese imprescindible ensayo para entender la metrópoli, El planeta americano:

La hamburguesa es algo más. Aparte de comportarse como alimento se comporta como documento. (...) Más allá de un simple negocio, McDonald's se ha desarrollado como un doble patriótico de Estados Unidos. (...) Una hamburguesa americana actúa como signo de un sistema cultural y cada local opera como un centro de propaganda incomparablemente más eficaz que los institutos oficiales. El ideal americano no busca conquistar el mundo en sentido duro, prefiere la dominación mediante la mímesis blanda de la hamburguesa.
Posteriormente se ha sumado a esta opinión Eric Schlosser con su libro Fast Food Nation (Fast food. El lado oscuro de la comida rápida; Grijalbo, B., 2002). Esta visión es exacta. Es el primer paso para entrar en el american way of life, tal como lo desean las multinacionales: el atontamiento, la aniquilación del individuo por el consumidor y del obrero por el elemento productivo, la sustitución programática (empresarial, ojo, no estoy hablando de “lo norteamericano” en abstracto, error metonímico en que muchos suelen caer) del ciudadano por el espectador. Como explica Schlosser, la hamburguesa es la muestra perfecta del universal deseo de gratificación instantánea, que busca el placer, la ebriedad o la curación aquí y ahora. "El exagerado consumo de alcohol y la casi universal prescripción de tranquilizantes por los médicos", que denunciaba el psicólogo Nicholas Cummings hace años, consecuencia de que nuestra sociedad farmacocéntrica "no tolera la tristeza, la enfermedad ni el dolor" (José Cabrera), contribuyen a generalizar la modorra mental hasta los límites del electroencefalograma plano.

Esto es lo que combaten, cada uno a su manera, Riechmann y Cebrián. Para el primero, lo interesante es destacar, desde la visión del “Intelectual meditabundo” (así se titula su poema), la perspectiva de mercantilización de la que, a su juicio, McDonald’s es el paradigma antonomásico: “pues me pagan / para que me deje comprar”. Pero reconozco que me encanta la versión crítica y malvadamente naïf de Cebrián en “Contra la grasa, en vano”, con que finalizamos:

(…)
Escuchad el chisporroteo descarado
de las patatas al freírse en
enormes cubetas
de nuevo orden mundial;
ajenas al lejano girasol, a la
bíblica oliva,
sumergidas en grasas de procedencia
innoble.

Grasa, a ti me dirijo: mírame
a los ojos con algo de
respeto
-es mi única compensación,
las dos tenemos claro que la flecha de
líneas discontinuas
acabará sin remedio en mi metabolismo,
produciendo
tejidos monstruosos.




Nota bibliográfica: Declaraciones de D. Davis: Ciberp@ís mensual 5/2000, p. 11. Verdú: El planeta americano; Anagrama, Barcelona, 1996, pp. 165-166. Ignoro si el título de este ensayoo de Verdú proviene del libro de Jacques Spitz, un escritor francés de literatura fantástica, que en La agonía del globo narra cómo América se despega del resto del mundo para formar un planeta independiente. “En cualquier caso, nuestras mocedades viven el patriotismo de la hamburguesa, se cuelgan de pepsi y rebeldía, y, queriendo ser globales, sólo son subciudadanos yanquis”; Francisco Umbral, “La hamburguer”, El Mundo, 19/1/2001. Según escribía en 1973 el gran teórico de la pulsión de gratificación instantánea, Konrad Lorenz, la intolerancia hacia el desagrado tiene como resultado “esa petición impaciente exigiendo la satisfacción inmediata de todos los deseos incipientes” (Los ocho pecados mortales de la sociedad civilizada; Plaza y Janés, Barcelona, 1973, p. 49), algo que Paulino Castells e Ignasi de Bofarull relacionan agudamente con la generalización de la domótica y la ley tecnológica del mínimo esfuerzo (Enganchados a las pantallas. Televisión, videojuegos, Internet y móviles; Planeta, Barcelona, 2002, p. 55). La de sociedad “farmacocéntrica” es una memorable definición de P. García Barreno en El Cultural de El Mundo, 21/3/2001. La cita de Nicholas Cummings está tomada de José Antonio Marina, Crónicas de la ultramodernidad; Anagrama, Barcelona, 2000, p. 132. “La gente quiere vivir en seguida, aquí ahora, conservarse joven y no ya forjar el hombre nuevo”; Gilles Lipovetsky, La era del vacío (1983), Anagrama, Barcelona, novena edición, 1996, p. 9.

viernes, 10 de noviembre de 2006

Himno a George Eastman

HIMNO A GEORGE EASTMAN


Pronto hablaremos ampliamente, primero en Quimera y luego aquí, del nuevo libro de Javier Moreno, Cortes publicitarios, Devenir, 2006. Os dejo un poema, como aperitivo.



Himno a George Eastman


Todo empezó con Daguerre o quizás aún antes
con Aristóteles metiendo su cabeza
en el interior de una cámara oscura y aquella polémica
ocurrencia en su Acerca del alma:
No es posible pensar sin imagen (el original dice fantasma)
Como todo asunto de alquimia
fue necesario recurrir a Mercurio
(mediador entre lo visible y lo invisible)
para positivar bigotes y vestidos de boda
en el fondo una fotografía es un espejo
que guarda un reflejo congelado
Su idea fue democratizar la imagen
sacarla de los santuarios y mostrar
que cualquier ser era digno
de ser fotografiado

Kodak for childrens
only 1 $ !

Mientras tanto el celuloide
devino cadena de ceros y unos
y más ceros
quizás como sugerencia
de que somos apenas
tangencias de la nada
Teuth enemigo de Platón resultó
desbancado por Apolo quien
al igual que los flashes
nos hiere de lejos
Así la memoria
es sucesión de instantáneas
tomadas en museos, plazas y bares
junto a una inacabable
tarea de montaje. El yo fructifica
desde entonces
a veinticuatro fotogramas por segundo
-pongamos que el alma
sea inconsútil cruz de malta-
el resto es morosa melancolía o por el contrario
cámara rápida de la épica
Tu imagen ocupa exactamente 984 Kb
en este archivo. La calidad es excelente
y usando el zoom puedo aproximarme
a tu rostro
como cuando te besaba
dilatar el horizonte que dibujan tus párpados (ya
no se ve pero recuerdo en tus labios una sonrisa)
hasta el negro abisal de la pupila
Y ahí acaba todo
y empieza tu ausencia
desbordando píxels y pronombres

sábado, 4 de noviembre de 2006

Espejo

Espejo

Este blog es espejo de

http://vicenteluismora.bitacoras.com

que es donde está colgada toda la información de Diario de Lecturas, el blog de crítica literaria.

martes, 31 de octubre de 2006

Modernidad y no se acaba

MODERNIDAD (Y NO SE ACABA)


Andrés Sánchez Robayna, De Keats a Bonnefoy (Versiones de poesía moderna); Pre-Textos, Valencia, 2006

No abundan los libros con dudas de identidad, pero estamos ante uno de ellos. Tomado en cualquier librería, el lector hojearía el índice, vería un pequeño prólogo, y luego un centenar de poemas, correspondientes a 24 poetas, más un epílogo y unos apéndices. A la pregunta de ante qué género de libro se encuentra, hasta el menor dotado de los lectores habría de responder: “antología”. Pero nos encontramos ante el extraño hecho de que el autor o compilador del libro, el poeta, traductor y ensayista canario Andrés Sánchez Robayna, señala hasta dos veces que el presente libro “no es, no puede ser, una antología” (p. 19).
Pero lo es. Y no sólo porque los pragmáticos editores de Pre-Textos hayan editado el libro dentro de una colección precisamente llamada “Antologías”; tampoco porque a reconocerlo llame el sentido común, sino porque el mismo antólogo, lacaniana y restrictivamente, hace que el lenguaje nos hable otorgando a un simple “sin embargo” un drástico poder significativo: “todos estos poemas, sin embargo, -cada uno a su manera-, expresan la diversidad de movimientos, direcciones y estéticas que caracterizan al período literario nacido con los románticos alemanes e ingleses y que hemos dado en llamar la modernidad en poesía” (pp. 19-20). El sin embargo no se refiere a la frase anterior, sino a todo el párrafo, precisamente el que niega que De Keats a Bonnefoy sea una antología. Esto tiene una explicación: Robayna sabe que el libro, como antología de la poesía moderna, es incompleto (cualquiera lo sería, como bien dice, algo así ocuparía “varios volúmenes”), y faltan algunos nombres trascendentales para que fuese tal, como los de Rimbaud, Duccase, Wordsworth, Mallarmé, Rilke o casi todo el Surrealismo. Por ese motivo, prefiere no hablar de antología, que es una manera de decir que el libro que se presenta se cree interesante, pero que no cumple los requisitos habituales de la antología como libro.
Son ciertas ambas cosas, pero sobre todo, y esto es lo que nos importa, es cierta la primera. Estamos ante una muy necesaria antología que, en su vertiente de florilegio o presentación de poemas (“flores”, en el sentido de las Flores de poetas ilustres de Espinosa, recientemente rescatada), ofrece un amplio mapa de poesía moderna; uno de los posibles, sí: pero uno de los indispensables. Toda antología se caracteriza por tres cosas: por traslucir un concepto (y una voluntad) de canon literario, por incorporar un programa estético y, en consecuencia con ello, por delatar una ideología. Algo que ha ido dejando claro José Francisco Ruiz Casanova en sus conocidos trabajos sobre este singular género editorial. Lo del innegable programa estético es algo en lo que Robayna, respecto a otras antologías suyas (como Las ínsulas extrañas, en colaboración con otros poetas), no suele estar muy de acuerdo; pero en esta antología, por ejemplo, que parecería el fruto casual y mecánico de los diez años de trabajo del Taller de Traducción Literaria creado en la Universidad de La Laguna, hay un programa muy claro. A esta conclusión nos llevan algunos detalles: por ejemplo, el hecho de que las versiones que ya tenía el Taller “las hemos completado con otras nuevas realizadas expresamente para este libro” (p. 20), con lo cual había una idea o línea que completar. Más detalles: el subtítulo del libro reza: “Versiones de poesía moderna”, y eso, como iremos viendo y tratándose de Sánchez Robayna, está muy lejos de ser causal, primero porque el vate canario está embarcado en un proyecto estético continuador de la modernidad y minuciosamente opuesto a cualquier posmodernismo; segundo, porque las líneas de poesía moderna extranjera aquí recogidas y traducidas son las que más le han interesado e influenciado al autor de la antología.
Si, como decía Bloom, “el modernismo es tan viejo como la Alejandría helenística”, también es dable apuntar que el modernismo es tan actual como la Web 2.0 o el uso de células madre. Como apuntaba Levin hace ya treinta años en “What was Modernism?”, el modernismo se piensa a sí mismo “en el presente de indicativo, separando la modernidad de la historia” (Refractions, 1996). Junto a la posmodernidad, entendida aquí para no extendernos como la lógica cultural del capitalismo tardío (Frederic Jameson), y también junto a los primeros resabios de algo que ya no es ni posmodernismo ni Modernidad (lo que denomino lo pangeico), lo moderno tiene unas clarísimas pervivencias intelectuales, éticas y estéticas que siguen asomando su rostro en la literatura en castellano, tanto en la hispanoamericana como en la española. Como decía Robayna en un ensayo significativamente llamado “Algo más sobre la melancolía postmoderna”, “la muchacha desnuda de Marcel Duchamp callejea aún por los suburbios de la ciudad industrial y se detiene para dirigirnos un gesto obsceno”. Ese ensayo, incluido en La luz negra (1985), venía a denunciar las trampas historicistas e ideológicas que, a su juicio, intentaba asentar el posmodernismo advenedizo, citando no en vano a Habermas, el mismo filósofo que hiciese célebre la idea de Modernidad como “proyecto incompleto” y retomable. Robayna y su círculo próximo de intelectuales y poetas canarios, agrupados en torno a la magnífica revista Syntaxis, han mantenido ese ideario como una firme columna estética, en cuya cima no están, ni mucho menos, solos: allí se podrían encontrar el ensayo de Eduardo García Una poética del límite (2005) o poetas como Josep M. Rodríguez, José Luis Rey o Antonio Lucas, por citar tres nombres de poetas muy jóvenes que sostienen, esta vez con la práctica, poéticas tan actuales como innegablemente modernas.
Sí, lo moderno (al menos, lo moderno literario) está aquí para quedarse. La posmodernidad ha ofrecido nombres, técnicas y obras muy estimables, pero que salvo casos puntuales (Pynchon, Calvino, cierto Ashbery) no ha conseguido cénits literarios a la altura de los modernos. No se está diciendo que no haya poetas como los de antes, sino que los grandes poetas de finales del XX y principios del XXI tienen una muy problemática adscripción posmoderna o, como Borges o el citado Ashbery, incumplen cualquier taxonomía razonable. Como decía Paul de Man, comentando una antología de poesía moderna parecida a De Keats a Bonnefoy, “nuestra época actual (…) está desarrollando su propia modernidad, pues vuelve a ser capaz de interpretar a los modernos anteriores como parte de un proceso histórico” (“¿Qué es lo moderno?”, 1965, en Escritos críticos; en el mismo sentido Claudio Guillén define ese como el trabajo posmoderno por excelencia en la última página de Lo uno y lo diverso, 2005). A este problema de perspectiva crítica hay que añadir que, debido a su longevidad como movimiento, la modernidad está cansada, según adjetivación del filósofo Patxi Lanceros; se encuentra en una fase algo terminal donde incluso quienes sacan de ella lo mejor elaboran sobre cauces (sobre todo estróficos) demasiado conocidos y transitados. Incluso no faltan quienes creen que el posmodernismo no sería más que un tratamiento paroxístico y exhausto de los temas, esquemas y estilos modernos. No quiero caer en fatalismos fukuyámicos, pero libros como De Keats a Bonnefoy trasladan la impresión de que estamos ante un “fin de la histórica estética”, que viene a decir con Paz que toda ruptura es ya tradición y que el buen camino consiste en seguir, con más o menos transgresiones lingüísticas puntuales, los senderos ya trazados. Esperanzado en esos atisbos de nueva poesía, ya no moderna ni posmoderna, que se detectan de unos años a esta parte, creo que aún hay algo por venir, pero esa es otra historia.
Y dentro de la Modernidad hay, por supuesto, varias líneas, desde la Romántica con la que comienza hasta las vanguardias históricas, que suponen su última y no poco interesante manifestación (el modernismo como estilo sigue, la Modernidad terminó); entre medias caminan postrománticos, naturalistas, modernistas, regeneracionistas, y un sinfín de ismos de diverso valor. De estas variantes, el Taller de Traducción de la Universidad de La Laguna, autor de las traducciones incluidas en este libro, “se inclinó por la elección de textos definidos por su complejidad o dificultad estética” (p. 15), lo que en román paladino quiere decir que al Taller le interesaba, de todo el movimiento moderno, aquella línea que partiendo de Wordsworth y hasta Jàbes, persigue un sublime estético caracterizado por estas notas: un grand style o expresión artística elevada, una profundidad intelectual (es decir, una poesía de la indagación, bien expresiva, bien contemplativa), una búsqueda de horizonte abismado o de asomo a la Nada del ser (véase el significativo epílogo de Ramos Rosa a la antología), un arte que ponga en crisis los medios formales de expresión para llegar más allá, y una complejidad técnica suficiente para soportar todos esos pesadísimos materiales y operar el milagro de hacerlos ligeros, esto es, legibles, bien que con cierta (o mucha, según casos) actitud intelectual por parte del lector para completar el sentido de los textos. Me arriesgo a decir que no hay ni un solo ejemplo entre los 24 poetas recogidos en la antología que se mueva un ápice de esta línea que Paul de Man llamaría de Alta Modernidad. Es cierto que faltan algunos, sobre todo germanoparlantes, pero también es cierto que la intención del libro (y del propio Taller) no es agotar, sino sumar, algo ciertamente loable y que merece todo el aplauso de un lector inteligente, que sabe de sobra que no abundan las buenas traducciones de buena poesía, y eso, sin duda alguna, es lo que ofrece este volumen. O debiéramos decir: magníficas traducciones de parte de la mejor poesía europea de todos los tiempos.

(Reseña publicada en revista Quimera, octubre 2006)

Ashbery y su Autorretrato: retrato de un libro en dos tiempos




John Ashbery, Autorretrato en espejo convexo. Visor, Madrid, 1990, traducción de Javier Marías.








John Ashbery, Autorretrato en espejo convexo; DVD Ediciones, Barcelona, 2006, edición y traducción de Julián Jiménez Heffernan.




Lectura de Autorretrato en espejo convexo, a partir de uno de sus poemas

 
ODA A BILL
Algunas cosas que hacemos llevan mucho más tiempo y son consideradas provechosas y normales. Me dispongo a desviar mi rumbo y dirigirme hacia la plantación de maíz. A mi izquierda, gaviotas, en vacaciones de interior. Parece que les importa el modo en que escribo.
O, por poner otro ejemplo, el mes pasadome prometí escribir más. ¿Qué es escribir? Bueno, en mi caso, consiste en poner sobre el papel no tanto pensamientos como ideas, quizá: ideas sobre pensamientos. Pensamientos es un término demasiado grandilocuente. Ideas es mejor, aunque no exactamentelo que quiero decir. Algún día lo explicaré. Pero no hoy.
Me siento como si alguien me hubiese hecho un chaleco que yo llevase puesto al aire libre en el campo debido a mi lealtad a esa persona, aunque nadie hay ahí para verlo, sólo yo con la visión interna de mi apariencia.Llevarlo puesto es tanto un deber como un placer porque me absorbe, me absorbe demasiado.
Un caballo se destaca de forma irregularen la distancia. ¿Y estoy yo recibiendo esta visión? ¿Es mía, o se la debo ya a otras visiones, no sentidas o no registradas en la gran curva relajada del tiempo, todos los manantiales olvidados, las piedras arrojadas, las canciones de repente oídas y luego oscurecidas por el olvido cotidiano? Él se aleja lentamente, levanta la cabeza y le formula al cielo una pregunta persistente. También a él cabe sacrificarlo en aras del progreso final, porque debemos continuar.
[Versión de Jiménez Heffernan]




1# Dónde colocar a Ashbery

A pesar de que algún crítico de Babelia lo considere como un autor menor, buena parte de las personas inteligentes del planeta con ciertos conocimientos de poesía consideran a John Ashbery como uno de los mayores poetas vivos. Eso sí, puede que seamos nosotros quienes estemos equivocados. Entre las personas reacias a Ashbery abundan las personas con alergia a la teoría; no sólo la que se desprende de la obra –que en Ashbery no es poca–, sino también a aquella que es necesario leer para estar uno a la altura de lo leído. Otra dificultad que aleja a muchos es la ruptura de la prosodia tradicional y del estilo convencional y silogístico que se ha impuesto en gran parte de la lírica del XX, que Ashbery se divierte quebrando con los procedimientos más insospechados, los manierismos coloquiales (deliberadamente antipoéticos, como recuerda Heffernan, p. 242) o el platónico sothein ta phainomena, que consiste, aplicado a Ashbery por Edward Larrisy, en conceder “una atención inusitada a detalles marginales no asimilables a una narración cerrada” (citado en p. 239). Quienes busquen en la poesía sosiego y elegancia, desde luego, se han equivocado de poeta; quienes persigan en la poesía altura intelectual, grand style, vigor salmódico, búsqueda de nuevas vías expresivas, indagación moral, capacidad traumática de revolver en las entrañas (físicas o mentales) del lector, tendrán en Ashbery un culmen inalcanzable, el poeta con el que todos los demás deben medirse.

En una reseña reciente sobre poesía moderna, sosteníamos que la adscripción de Ashbery al posmodernismo es problemática. Y, en efecto, creo que lo es. El poema en cuestión que hemos elegido es claramente posmoderno, ya que reúne la mayoría de los requisitos de estilo posmodernista que hemos citado en otro lugar (http://www.vicenteluismora.com/postmodernidad.htm). Pero un poema no da cuenta, por sí solo, del estilo de un libro –y mucho menos de la obra de un autor– y hay muchas otras piezas, incluso sin salir de este volumen, que animan a hablar de modernismo tardío. En esta “Oda a Bill”, de hecho, hay técnicas o procedimientos posmodernistas, pero la concepción del poema responde, claramente, a una visión moderna de la poesía. Ashbery se debate de forma continua entre ambos polos, y en esa tensión reside buena parte de su inconfundible voz.



2# La visión

Observemos otro poema del libro, “Grupo de danza lituana”:


Te escribo para airear estas ideas sentimientos tú estásmuy probablemente conduciendo por la ciudad en tu pequeño coche(…) espera un rato habrá tiempopara otras decisiones pero ahora quiero concentrarme en estaimagen de ti seguro tal como te imaginoporque tú eres así dónde estás estás en mis pensamientos

Y ahora volvamos a la “Oda a Bill”:


Me siento como si alguien me hubiese hecho un chaleco que yo llevase puesto al aire libre en el campo debido a mi lealtad a esa persona, aunquenadie hay ahí para verlo, sólo yocon la visión interna de mi apariencia.Llevarlo puesto es tanto un deber como un placerporque me absorbe, me absorbe demasiado.
Un caballo se destaca de forma irregularen la distancia. ¿Y estoy yo recibiendoesta visión? ¿Es mía, o se la debo yaa otras visiones,


Si yo fuera Jiménez Heffernan, ahora tendría que hacer una larga línea, entre Locke y Merleau-Ponty, supongo, hablando de la fenomenología de la percepción, pero hoy no tengo fuerzas para tanto. Me conformo con enfatizar el modo en que la visión del sujeto elocutorio de Ashbery responde a un voluntarismo schopenhaueriano, a una proyección que es consciente de ser tal. Toda visión poética, en cierta manera, es una proyección voluntarista, ninguna (ni siquiera el modo cámara del realismo más ortodoxo) se libra de una previa visualización que acaba determinando lo observado (nada de Heisenberg hoy, tampoco). Pero esa voluntad no se deshace de la duda, de la pregunta sobre la propia naturaleza. En “Imposible saberlo”:
Todo esto trata del cuerpo y se dispersaen fragmentos laminados, todos por ahípero difíciles de interpretar correctamente ya queno hay ninguna posición privilegiada, ningún punto de vistacomo el “yo” de una novela.

En otro poema, “Como uno al que meten borracho en un paquebote”, leemos:


Una mirada vidriosa te detieney sigues caminando tembloroso: ¿era yo el percibido?¿Me vieron esta vez como yo soyo se ha pospuesto de nuevo?


Lo desarmante de Ashbery es su naturalidad para poner en cuestión el método al mismo tiempo que lo utiliza, para arrojar crítica sobre sí mismo, sobre su posición al escribir un poema, construyendo literatura sobre esa duda –metódica–. Es obvio que esos procedimientos, unidos al sarcasmo con el que contempla (y se contempla) son modos de reducir la soberbia, atando la tentación de la excesiva subjetividad. Ashbery se pone a nuestro lado, y mira desde ahí al Ashbery que escribe, comentándonos al oído: “mira, está perdido, no tiene ni idea de lo que intenta decir”; ello nos motiva una sonrisa, pero acto seguido pensamos: “¿y nosotros? ¿Qué pensamos? ¿Qué intentamos decir?”. Ese es el milagro de la poesía de Ashbery (no contar las dudas, sino reproducirlas en la mente de quien lee), y es una de las consecuencias de la perspectiva cientifista con la que Ashbery aborda la escritura, perspectiva sobre la que luego volveremos. El resultado no nos permite hablar de metaliteratura, porque no es una reflexión sobre la poesía lo que Ashbery propone, ni sobre la palabra. Estamos ante una metaepistemología, está reflexionando sobre los presupuestos epistemológicos de la reflexión visual. Los equivalentes de este poema no están en los manuales de poética, sino en los tratados de Gombrich y Berger o en el Arte y percepción visual de Rudolph Arnheim. Esa concepción incluye al lector, nos incluye a nosotros, que nos sentimos interpelados por esa visión. Como dice el poeta en “Self-Portrait in a Convex Mirror”, “la sorpresa, la tensión están más en el concepto / que en su realización”. El pintor del autorretrato no es el sorprendido por la mirada de Ashbery, “él nos ha sorprendido mientras trabaja”. Del mismo modo, Ashbery descubre las miserias y callejones de salida de nuestro pensamiento mientras va formulando el suyo: “cuando todo este asunto comienza a asustarte incluso a ti, / su creador y promotor” (“Grand Galop”).


3# El pensamiento poético


(…) ¿Qué es escribir? Bueno, en mi caso, consiste en poner sobre el papel no tanto pensamientos como ideas, quizá: ideas sobre pensamientos. Pensamientos es un término demasiado grandilocuente. Ideas es mejor, aunque no exactamentelo que quiero decir. Algún día lo explicaré. Pero no hoy.


El pensamiento poético de Ashbery está construido de una amalgama de ideas que se entrecruzan y que se disponen sobre el papel como un campo de batalla. Pragmático, en la densa tradición americana que lleva de James a Rorty, con ingerencias cientifistas que ayudan a relativizar las cuestiones de peso, Ashbery se plantea, como el Parmagianino que protagoniza “Autorretrato en espejo convexo”, que “todo es superficie”, y que “la superficie es lo que hay allí / y sólo puede existir lo que hay allí”. A priori, ninguna trascendencia. Ningún límite, siempre que no se salga del propio pensamiento, materializado, como antes vimos, en una proyección voluntarista con la que jugar, o desde la que jugar. Un juego con los límites marcados, porque esa superficialidad de la observación no es traspasada con el lenguaje:


Y así como no hay palabras para la superficie, o sea, no hay palabras que digan lo que realmente es, que no es superficial sino un centro visible, así tampoco existe solución para el problema del pathos enfrentado a la experiencia. (“Self-Portrait in a Convex Mirror”)


Como decía Miguel Casado en un inteligente ensayo sobre el poema de Ashbery, “por un lado, es realista y engañoso a un tiempo, porque propone el problema de las relaciones entre el lenguaje y la realidad. Por otro lado, parpadea de modo continuo, mostrándose a veces como el retrato de otro, a veces como autorretrato: propone el problema de la identidad o la alienación, de los límites entre sujeto y objeto” [1]. Pero nos equivocaríamos si le reconociésemos al autor un poder sistémico de pensamiento que no se arroga. En realidad, es lo que cuestiona y de lo que huye, aunque su formación provenga (como la de todos, por desgracia) de esquemas holísticos. No podemos dejar pasar la preferencia de Ashbery:


Bueno, en mi caso, consiste en poner sobre el papel no tanto pensamientos como ideas, quizá: ideas sobre pensamientos. Pensamientos es un término demasiado grandilocuente. (“Ode to Bill”)


Esta aparente humildad esconde, como siempre en este poeta, algo mucho más profundo. Su método no es filosófico (según algunos, tampoco es demasiado poético), pero eso debe de darnos igual, porque su actitud sí es filosófica, y desde luego es poética. Como los metafísicos ingleses, como Eliot, como Juan Ramón o como Valente, su trabajo camina en una linde donde la indagación poética lleva de la mano a la filosófica. ¿Y cuál sería, en el caso de Ashbery, su filosofía? Ésta, a mi juicio: “yo mismo soy un holista, pragmatista, historicista y contextualista convencido. No creo que haya pequeños nodos analizables llamados ‘conceptos’ o ‘significados’ de la clase requerida por la descripción de la propia tarea de los filósofos analíticos. Mi primer impulso, cuando me explican un enigma filosófico, es intentar disolverlo en vez de resolverlo. Así que habitualmente cuestiono los términos en que el problema está planteado e intento proponer una nueva serie de términos en los que el supuesto poema ya no puede ser planteado” [2]. Esta frase de Rorty es trasladable, casi sin más, al presupuesto epistemológico, casi más destructivo (o deconstructivo) que creador en sí; su poesía es una puesta en cuestión de los conceptos dados:


Parece un universo muy hostil pero, como el principio de cada cosa individuales también hostil y existe a expensas del resto, como muchos filósofos han señalado, al menose sta cosa, el presente mudo e indiviso, tiene la justificación de la lógica, lo cual en este caso no es maloo no lo sería, si no fuese porque el modo de decirlo no importunase un poco, tergiversando el resultado final hacia una caricatura de sí mismo. (“Self-Portrait in a Convex Mirror”)


Lo que provoca que cualquier corolario, incluso el más satisfactorio desde el punto de vista filosófico, resulte absolutamente inútil:
Ve los cuadros en la pared. Una simple muestra de la verdad. Pero uno nunca tiene suficiente. La verdad no satisface. (“Absolute Clearance”)


Un proceso (en los dos sentidos de la palabra) al Sentido que alcanza su clímax en “Grand Galop”, un poema excepcional, y que se materializa al final acaba en una tautología no tan fácil de ver como parece: para Ashbery la poesía es una pregunta para ponerse en cuestión: como sujeto perceptivo, como ser humano, como discurso hablante o sujeto elocutivo. Si la respuesta es fracturada, es porque lo está el sujeto de fondo. Si el discurso tartamudea, se acoge a la coloquialidad o al humor desgarrado, es porque intenta, hasta el último momento, negar la evidencia del sinsentido. Por eso me emociona tanto esta poesía, supongo. Me recuerda que, a mi humildísima y misérrima escala, mi propia poesía tampoco me procura más que vacío ante mi deseo de absoluto. A Ashbery, en grande, le ocurre lo mismo. La única diferencia de fondo entre un filósofo y un poeta es que cuando llegan a la conclusión de que su arte no es suficiente, de que nunca les dará, siquiera a sí mismos, una explicación satisfactoria del mundo, y de que su brillante construcción es un hermoso fracaso, el filósofo calla… y el poeta lo cuenta. Y hay que tener una gran altura moral para mostrar, desde la altura y la visibilidad mundial del poeta norteamericano, estas carencias a quien sepa verlas. En “Grand Galop” hay un instante bastante explícito:
Si al menos concluyera el entremés, pero es interminable.Pero queda este consuelo:si al final resulta que no valía la pena hacerlo, no lo he hecho;si la visión me aterroriza, no he visto nada; si la victoria es pírrica, no he vencido.


Estamos ante la clausura del pensamiento que para Derrida caracterizaba, precisamente, ese momento de apertura de una época dentro de la anterior, cuyo pensamiento se configura como algo “perfectamente neutro, un blanco textual” [3], y que la poesía de nuestro autor ejemplifica como pocas; es casi un modelo de esa clôture en cuanto reproducción de lo Moderno dentro de una posmodernidad diluida o de una tardomodernidad férrea (según el libro; quizás, según el poema). Ashbery es muy capaz de hacer poesía de puro pensamiento, como es muy capaz del hallazgo sonoro y estetizante: “the limes / are duly sliced”), o de la ruptura semántica y sonora; pero parece preocupado, en realidad, por comprobar qué puede hacerse con todos esos modos de decir, con las posibilidades de articulación de todas las retóricas al servicio de algo, y ese algo es, precisamente, el poema. Esto es obvio, pero nos lleva a una interrogación mayor: ¿qué poema? Pregunta que se incardina, en puridad, en ésta: ¿para qué el poema? Y el poema es en Ashbery una construcción de sonido + sentido donde la prosodia y su ritmo (trocaico, a veces), se corresponden con una explicación que se agota en sí misma, en la convención de una respuesta que se vertebra como pregunta. La poesía de Ashbery es una pura inquisición, una indagación libre que se ha despojado de dos ansiedades: la de tener razón, por un lado; la de acceder a respuestas, por otro. Es un enunciado rítmico que se sostiene en el vacío, como una cinta de Moebius en movimiento perpetuo, una paradoja flotante que quizá intenta enseñarnos que todo es una paradoja, una aporía científica sustentada en que todo tiene explicación racional pero nada tiene sentido; y que quizá –y esta sería su vertiente ética, su lectio– es mejor que así sea, que las cosas no sean razonables porque la razón da un motivo para “llamar al orden” al no sujeto, al diferente. Todo el cientismo de Ashbery está al servicio de la entropía: la Física, para él, demuestra “objetivamente” que no hay nada más que caos, y de ahí su debilidad afectiva o afinidad electiva por la teoría de la relatividad, presente en el poema sobre el Parmagianino. Para él es un sistema explicativo perfecto: implica que la posición del individuo, el lugar de su percepción, es esencial para dar un sentido al universo, para dotar de legitimidad a la enunciación. Implica que toda ley es, en suma, un punto de vista sobre el mundo. Y que, por ese motivo, no hay ley sobre las demás leyes, ni hombre sobre los demás hombres, ni Razón por encima de las razones. Su poesía es, por ello, una auténtica cosmovisión, lo que coloca a Ashbery en una nómina de poetas “cósmicos” donde tiene escasa compañía Dante, Lucrecio, Hölderlin, Fray Luis. Poetas que son, a la vez, sistemas articulados (o desarticulados, en su caso) de pensamiento.


Notas
(1) Miguel Casado, “Ashbery: el poema como lugar habitable”, Del caminar sobre hielo; Antonio Machado Libros, Madrid, 2001, p. 144.
(2) Richard Rorty, “Filosofía analítica y filosofía transformativa”, Filosofía y futuro; Gedisa, Barcelona, 2002, p.72.
(3) Jacques Derrida, De la gramatología; Siglo XXI Editores, México, 1978, p. 126. Véase también "El teatro de la crueldad y la clausura de la representación", en La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, 1989.